Prólogo
Esta novela es un tributo a la mujer, ese ser nacido para amar, para ser luz para tantos. En ella podrán seguir los acontecimientos más relevantes de la vida de Sofía, mujer de pueblo, aparentemente común, pero al mismo tiempo especial. Seguirán sus pasos desde su nacimiento hasta su vejez. Conocerán cómo un incidente en su niñez, que dejó una marca en su nariz, le ayudó más tarde a comprender tres cosas: su vida estaría constantemente a prueba; siempre tendría el respaldo de su creador y, sencillamente, había sido marcada para amar.
Cada capítulo constituye un estadio de la vida de Sofía, donde se ve reflejada no solo la vida común del personaje central, sino la forma en la que se vivía en sus tiempos, en los tiempos en los que la mujer comenzó a ser algo más que estar solo resguardada en la casa, a cargo de los hijos, y de servir de manera sumisa a su esposo y a su familia, sin derecho a prepararse ni a participar fuera de las paredes de su hogar; pues, ya no solo era el hombre quien socialmente aceptado llevaba el sustento a la casa y tomaba las decisiones importantes de la familia. En este relato, aunque hay una gran presencia de machismo, también aparecen algunos indicios de cambio en el rol del hombre dentro del hogar. Y se retrata la lucha de los padres por sacar adelante los hijos, haciéndole frente a múltiples pruebas.
Dedicatoria:
Dedico esta novela a cada mujer que se pueda ver a través de los ojos de Sofía y que haya tenido que pasar por alguna de las pruebas que a ella le tocó enfrentar.
Se la dedico a la mujer que como Sofía se desempeña con brillantez y valentía y decide asumir su vida como un ente de amor.
Se la dedico a ella, a Sofía, quien guiada por sus principios supo avanzar con humildad, precaución y sabiduría por los pedregosos caminos de su destino, agradeciendo y disfrutando, a plenitud, cuando le tocó un camino lleno de flores; pero, también sabiamente conforme y alerta, cuando el camino estaba lleno de espinas, protegiéndose con el mejor escudo, la reflexión y la oración, y ataviándose con la mejor arma con la que podía vencer cualquier prueba, el amor.
Con afectos,
María Cristina Espinal
Resumen
Aquella niña, marcada en su nariz por accidente en sus primeros meses de vida estaba destinada para brillar. No tenía dudas de que la marca en su nariz era un permanente recordatorio de que Dios la protegía, de que ella, aunque tuviera que pasar muchas pruebas iba a tener una vida llena de amor, recibiría amor, pero también daría amor por montón. Había sido marcada para amar, para ser luz para todos aquellos con los que compartiera su vida. Sofía es un reflejo de cada mujer de fe, dulce, amorosa, trabajadora, con deseos de salir adelante, entregada en cuerpo y alma a su familia y con firme creencia de que el matrimonio ante un altar une lazos que no se pueden volver a soltar, pase lo que pase.
Capítulo I: Una flor llamada Sofía
Era primavera, a mediados del mes de abril de 1936 y el pueblo de Montero reflejaba el reciente paso de la Madre Naturaleza, quien había dado un toque de alegría al paisaje. Por eso, los árboles del patio que protegían y adornaban aquella casona del final de la calle Mella estaban recién paridos, como Isabel. Sus bellas flores alegraban la vista con una variedad de colores impresionantes, atrayendo vida y alegría a su alrededor, que se percibía en el vuelo nervioso de las mariposas, en el afán de las abejas, que iban y venían concentradas en su producción de miel, y en el atractivo y acelerado aleteo de los colibríes, quienes embelesaban al chupar el néctar de las flores con la mayor de las gracias, moviendo a una velocidad impresionante sus alas. A Isabel le encantaba deleitarse en la belleza de esta estación y siempre la recordaría con cariño, a partir de ese año, porque le había traído la más linda flor a su vida, su bella y tierna Sofía.
La niña cumplía justo 41 días de nacida e Isabel estaba oficialmente salida de su período de riesgo postparto. Fueron muchos los oficios que se acumularon esperando por ella ante los que tuvo que hacerse de la vista gorda para no cometer desarreglos al enfrentarlos. Cada vez que intentaba iniciar una tarea que chocaba con las creencias de aquellos tiempos, escuchaba la voz de su madre Petra, quien había venido por unos meses a socorrerla, y que se apresuraba a detenerla y entrarla en miedo, diciéndole:
– No desates enfermedades, Isabel, deja las cosas como están, que si no te cuidas y te enfermas, ¿Cómo crees, entonces, que estará tu familia y tu casa? Mañana te faltará menos, ¡prudencia, mi hija, prudencia!
Este consejo hacía que Isabel soltara lo que se había dispuesto a hacer, porque no quería poner en riesgo su salud. Ya tenía sobradas razones por las que cuidarse, sus cinco hijos, y entre ellos una que estaba todavía tan tierna, que le espantaba el solo pensar que ella no estuviera siempre ahí para protegerla.
Ese día, Isabel no sabía por dónde comenzar y decidió iniciar por el lavado, marchándose al río con parte de la ropa que se había acumulado, confiada en que su bella Sofía había quedado en las mejores manos, las de su amorosa y experimentada abuelita Petra. Estampando un tierno beso en la frente de su pequeña, le dijo con ternura:
– Tengo que irme, mi amor, pero te dejo con tu abuelita Petra, ella cuidará bien de ti, no me extrañes.
Mamá, ahí se la dejo, está dormidita como un ángel, échemele el ojo.
– Vete con Dios, tranquila, yo te la cuido.
Sofía durmió plácidamente por alrededor de una hora, hasta que le dio hambre y, como toda bebé, con su llanto le hizo saber a la abuela que ya era hora de su leche. Petra de inmediato la alimentó y quiso disfrutarla un rato antes de intentar volver a dormirla.
La acunaba en su regazo, dándole continuos brinquitos para dormirla, sin despegarse el cachimbo de su boca, pasatiempo que le encantaba, a tal grado, que sentía que el placer que este le proporcionaba la transportaba a otros mundos. En este éxtasis se encontraba la vieja Petra cuando bajó su rostro para darle seguimiento a la niña y ¡pum!, la fatalidad hizo acto de presencia. En ese mismo instante Sofía se espantó de su ligero sueño, dando un fuerte manotazo al cachimbo, que hizo que una pequeña brasa candente saliera disparada y cayera sin misericordia justo en la nariz de la pequeña, hundiéndose de inmediato en su tierna piel.
Los gritos de la niña todavía retumbaban en los oídos de la atormentada abuelita tres horas más tarde, tiempo en el que la niña estaba terminando de ser atendida por Bombo, el curandero del pueblo. Sofía se encontraba ligeramente sedada y mucho más serena después de que este le diera a tomar de un elixir que preparaba y que tenía la bondad de calmar niños histéricos al menguar el dolor que los hacía chillar de forma frenética. Así, Bombo pudo concentrarse con más tranquilidad, cuando ya la niña estaba acunada por los brazos de su madre; pues, a pesar de lo pequeña que era, se calmaba cuando su mamá la cargaba. Esto fue así desde el primer día en el que Isabel la tuvo en sus brazos, ya que conectaron de forma asombrosa. Bombo aprovechó la tregua que produjo la presencia de Isabel en la tranquilidad de Sofía y se enfocó en combinar con exactitud las yerbas para impedir que una infección terminara por echar a perder la afectada nariz de la pequeña.
De regreso a casa, con la niña aún dormida, Isabel decidió entrar a la iglesia para agradecer la dicha de que esta tragedia no hubiese sido peor. Ahí encontró a su madre, de rodillas, desesperada, agarrando sus oídos para así impedir que el llanto de Sofía, que aún seguía escuchando, continuara martillando su cabeza. Al percatarse de la presencia de su hija y su nieta, Petra se echó a sus pies, implorando bajo lágrimas:
– Perdóname, Isabel, no quise hacerle daño, ¡fue un accidente!
Isabel vio la angustia reflejada en el rostro de su madre y la ayudó como pudo a levantarse, cuidando de no lastimar en el intento a su pequeña. Se abrazó a su madre y le dijo tan serena como pudo:
– Así es mamá, sé que fue un accidente, no te culpes, eres incapaz de provocar a propósito un daño.
Ambas miraron a la pequeña y le dieron gracias a Dios porque a pesar de que el accidente fue fuerte, salió con suerte.
Isabel expresó consoladora, al ver la lágrima que rodó por la mejilla de su madre:
– Bombo se ha esmerado y me ha regalado del elixir que la tiene calmada, para evitar que sienta dolor – mírala como descansa, está relajada, en paz.
– No puedo con el peso de esta culpa, Isabel, ya no podré ver a mi nietecita a la cara – expresó la abuela Petra – con el rostro contraído por la impotencia y el dolor.
– No te culpes, mamá, estoy tranquila porque Bombo también me ha preparado de su brebaje especial, que ha hecho con yerbas que tenía reservadas solo para emergencias. Me ha asegurado que la nariz de Sofía cicatrizará bien, que la piel le subirá y que solo tendrá en su rostro una manchita como recordatorio de todo esto.
Abrazadas, madre e hija, compartiendo el mismo temor, miraron a la niña y decidieron confiar en Dios para que se cumpliera lo que había vaticinado Bombo, pues la nariz de la pequeña se veía demasiado afectada.
De pronto, un incontrolable impulso hizo que Petra se lanzara de rodillas frente al altar; con los brazos abiertos, prometiendo en ese momento lo que después cumplió como la mujer responsable que era:
– Gracias, señor, gracias por escuchar mis plegarias. Ahora yo, en total agradecimiento te ofrendo dejar de fumar, que es algo que tú sabes que me agrada, como muestra de que siempre recordaré que le diste una oportunidad a mi nieta, la de crecer normal ante la situación en que yo, por este vicio la expuse.
Isabel, bajo lágrimas, dijo:
– Señor, es muy tierna para sufrir tanto, es un angelito, haz tu milagro y ayúdala a sacar fuerzas y rebasar esto sin infección. Ayúdame a mí a cuidarla como es debido y lograr, por medio de tus favores, que su nariz no se eche a perder, yo te prometo que la criaré con conciencia de tu amor por nosotros.
Madre, hija y nieta, salieron de la iglesia rebosantes de fe, pues sintieron que Dios las había escuchado y, más aún, cuando vieron que Sofía, en total tranquilidad, había abierto sus lindos ojos azules y de manera sorprendente volteó su carita hacia la cruz, esbozando una sonrisa que dio tranquilidad a su madre y a su abuela, las que tomaron esto como una señal de que Dios había decidido sanar la niña que había volteado de forma voluntaria su bello rostro hacia él.
Y así fue, Sofía, bajo los más extremos cuidados de higiene y uso del brebaje que le prepararon, pudo irse recuperando de manera asombrosa, como fiel prueba de que los milagros existen y de que esta goza de la protección divina, de eso no tienen la menor duda Isabel y su madre Petra.
Capítulo II: Como ladrón en la noche
Un hogar con cinco hijos requiere organización y mucho trabajo en equipo de los padres. Isabel y Felipe, como buenos directores de aquella orquesta, y siempre con previo acuerdo entre ellos, tenían establecida su rutina que ya los muchachos habían asumido con naturalidad. Aquella tarde Isabel se sintió un poco turbada, porque con Sofía en brazos, por lo pequeña que aún estaba, que todavía no gateaba, tuvo ese día que hacerse cargo de todo, ya que Petra, su mamá, se había sentido indispuesta después del almuerzo, lo que la obligó a acostarse desde temprano debido al fuerte dolor de estómago que la había hecho vomitar y a la insistente tos que la atacaba de forma recurrente.
Al terminar los oficios y pasar a comprobar que su madre estaba todavía dormida, Isabel se permitió descansar un ratito bajo la tupida mata de trinitaria que brindaba el mejor de los techos para coger un poco de fresco. Sofía estaba inquieta, Isabel la pegó a su seno y le entonó una canción de cuna que sabía que la relajaba, mientras frotaba con cariño su frágil y peluda cabecita para transmitirle tranquilidad e inducirla al sueño. Sofía no tardó en caer rendida e Isabel la llevó a su cunita y aprovechó la tranquilidad para remendar unos cuantos pantalones y desgranar un macuto de gandules que le había traído Felipe del conuco.
Entre un quehacer y otro oscureció, Isabel estaba evidentemente fatigada. Como todas las noches en aquella casona de la calle Mella era costumbre que después de que se apagaban los fogones, se repartía la cena y se cerraba oficialmente la cocina, se reunieran todos en la amplia sala y los niños buscaran acomodarse alrededor de sus padres. Sofía, al ser la más pequeña era la única que gozaba del privilegio de estar acunada por los brazos de Isabel mientras era amamantada y esto ya hasta Jana lo entendía, que apenas tenía dos años, quien, por instinto, a falta de los brazos de su madre buscaba refugio en los de su papá Felipe. Los otros tres retoños procuraban estar cerca, pero ya era de su total conocimiento que los más pequeños siempre iban a tener prioridad.
Iluminados de forma discreta por unas lamparitas de gas, estaban todos más que dispuestos y atentos para que el viejo Chiningo iniciara su repertorio y volviera a contarles sus entretenidas historias, las que los hacían desternillarse de la risa por la peculiar forma que le eran narradas. Esta sana forma de divertirse valía el centavo que pagaba Felipe a Chiningo, cada noche, tan solo por ver a sus hijos felices ahí, en su propia casa, a falta de otras cosas que pudieran entretenerle.
Aquella noche, motivados por el viejo Chiningo, los más grandecitos: Leonor, David y Alfonso, seguidos por la pequeña Jana, se habían divertido más que nunca jugando al teatro. Para esto habían traído a la casa muchas cajas de cartón que usaron como escenario en sus dramatizaciones. Gozaron un montón representando los personajes y gesticulando para llamar la atención de su público. Por lo que se fueron a la cama exhaustos, prometiéndoles a sus padres que recogerían todo a primera hora de la mañana.
A media noche, la abuelita Petra tuvo emergencia de usar el sanitario, que se encontraba al final del patio y se levantó apresurada. Petra caminó a ciegas y a toda prisa, agarrándose el vientre por el dolor, sin percatarse, por aquella oscuridad que la rodeaba, que se habían quedado las cajas por ahí regadas, lo que provocó que tropezara de forma aparatosa con varias de ellas, perdiendo el equilibrio y dándose fuertemente en la cabeza y en la cadera, produciéndose daños que la mantuvieron en cama, muy delicada, por unas semanas.
Antes de que la tierna Sofía cumpliera sus primeros seis meses de vida, como ladrón en la noche la muerte llegó a su casa, sin nadie esperarla, a buscar a su abuelita Petra, quien de buenas a primeras había entrado en un edema pulmonar por haber pasado esos días sin levantar cabeza, y por la fuerte congestión que ya traían sus pulmones como consecuencia de los años que esta duró atrapada en el uso de su ya olvidado cachimbo.
Fue duro para Isabel despedir así a su madre de una forma tan rápida e inesperada. Por esto, la pequeña Sofía, que como es natural, con el paso del tiempo fue creciendo, no conserva recuerdos directos de su ausente abuelita, más que las historias que continuamente Isabel le narra como una forma de mantener a su madre viva, a pesar de que físicamente ya no está, de que la echa de menos y le hace mucha, mucha falta.
Por eso, cuando la pequeña Sofía ve su rostro en el espejo, más que sentirse incómoda por la mancha en su nariz, siente dos cosas, así se lo inculcó Isabel: que su abuelita está presente en su vida y que Dios siempre estará cuando lo necesite para protegerla, pues fue especialmente marcada para dar amor.
Capítulo III: Aprendiz precoz
Cuando Sofía tenía apenas cinco años estaba ávida de aprender y no concebía que todavía le faltaran dos largos años para tener la edad reglamentaria de ser aceptada en la educación pública obligatoria. Por lo que ese día, con una idea muy clara, almorzó tan pronto pudo para estar lista cuando su hermana Jana saliera a la escuela, a fin de convencerla, con su encantadora sonrisa, de que le permitiera acompañarla y que le hablara a su mamá y a su maestra para que la aceptaran como oyente.
Cuando le hicieron la propuesta a Isabel esta encontró que era una buena idea si la maestra estaba de acuerdo. Lo aceptó sin reservas porque veía en Sofía unas ganas inmensas de avanzar, un marcado interés por leer el periódico que llevaba a la casa Marcos, el amigo de Leonor, su hija mayor. Por esto, evidentemente entusiasmada, Isabel le improvisó un cuaderno con los recortes del papel que usaba el pulpero para envolver las provisiones que despachaba, cosió con rapidez los pedacitos para entregárselos a Sofía, junto al cabito de un lápiz que tenía oculto sobre el marco de la puerta de la cocina, entrándole todo en una vieja caja de zapato que haría la función de su mochila y poniéndola esperanzada en las manos de Sofía, diciendo:
– Sé que vas a aprender mucho y que vas a llegar muy lejos. Sabes que Dios siempre ha estado contigo y que será tu eterno compañero en la escuela. Vete confiada.
¡Qué Dios mes las bendiga a las dos! – dijo Isabel – haciendo una cruz ante cada una de sus pequeñas.
– ¡Ción mamá!, dijeron a coro las dos niñas.
Acto seguido Jana tomó de la mano a Sofía y ambas avanzaron hacia la escuela. Esta fue una experiencia muy significativa para Sofía, pues el hecho de que se estuviera encaminando antes de lo reglamentario a educarse era evidencia de dos cosas: primero, de que su mamá confiaba en ella, en su interés y en sus posibilidades y, segundo, su hermana Jana le estaba demostrando cuanto la quería, ya que era de muy poco hablar y por Sofía había aceptado hacerle la propuesta a la maestra.
Cuando la maestra recibió a la niña como oyente, a Sofía se le iluminó su rostro. Internamente agradeció a Papá Dios por el empujoncito que sabía que le había dado en cuanto a la decisión de la maestra y se prometió a sí misma que sería una alumna aventajada, pues pondría todo su empeño para dominar la lectura a la mayor brevedad, afirmando para sí: – “antes de que llegue Navidad estaré leyendo el periódico que lleva Marcos a la casa”.
Y así fue, contra toda predicción de que a esa edad los niños no estaban aptos para aprender, Sofía demostró lo contrario. Aprendió de forma extraordinaria, aventajando muchos de los niños que tenían la edad requerida para el primer grado de Primaria, incluyendo a su hermana Jana, quien tuvo serios problemas para aprender a leer y escribir, lo que provocó que repitiera varias veces el primer grado.
Desde ese primer día en el que Sofía pisó la escuela asumió un peinado que la caracterizaba, aquel que le hizo su mamá esa tarde que llegó de la mano de Jana a primer grado y que le encantó tanto que lo convirtió en una parte más de su uniforme escolar, pues se encontraba particularmente hermosa con él y recibía muchos piropos por lo bien que le quedaba. Era una cinta rosada, amarrada con un lacito del lado derecho que la hacía sentirse bonita y que la mantenía por unos diez minutos frente al espejo, todos los días, antes de salir a la escuela. Aquella decidida niña no se cansaba de mirarse y estaba en total acuerdo con la imagen que veía reflejada, lo que le inyectó seguridad en sí misma.
Por esta particular forma de peinarse comenzó a ser llamada “lacito” por su círculo de amigos, cosa que a ella para nada la intimidaba, pues tenía alta autoestima y seguridad en sí misma. De eso se había encargado su madre Isabel, de que se aceptara con sus sellos particulares, que en el caso de Sofía eran dos: la manchita en su nariz y el lacito en su largo, lacio, copioso y brillante pelo. Por la seguridad que proyectaba y la forma en que asumía la vida, todos comenzaron a olvidarse de aquel insulso sobrenombre y volvieron a llamarla Sofía, como la habían bautizado sus padres, de esta manera Sofía consiguió ser tratada con el respeto que se merecía, a pesar de ser todavía muy chiquita.
En aquella época, la directora de la escuela a la que asistía Sofía era Doña Mercedes Batista, una mujer de buen alto, pelo lacio, de tez blanca, muy responsable en su trabajo. Era bastante respetada porque ella también sabía tratar con el debido respeto a los alumnos y docentes. Sofía la veía como una protectora y sabía reconocer su capacidad de resolver los problemas del día a día con paciencia y sabiduría.
La primera profesora que tuvo Sofía en aquella escuela fue Doña Ismenita, una mujer blanca, graciosa y muy cariñosa con los niños. Sofía la quería mucho. A ella le encantaba el hecho de que Doña Ismenita tuviera muchas letras hechas de cartulina y los pusiera en una mesa a unirlas para formar palabras. Sofía disfrutaba aquella actividad y la facilidad con la que fue adquiriendo habilidad para hacer esos ejercicios. En aquellos tiempos los alumnos se sentaban en pupitres, Jana y Sofía eran compañeras de pupitre. A Sofía le entusiasmaba todo lo que le proponían hacer, le encantaba aprender.
Era usual que dieran un desayuno escolar para los niños. Este era mandado a hacer por Trujillo, el presidente de la época, en la casa de una señora llamada Paulina, que quedaba cerca de la escuela. Los mandaban a desayunar por curso, siempre era lo mismo: un chocolate de agua con pan o con casabe. A Sofía le mandaban un desayuno de la casa y ella lo cambiaba por el desayuno escolar, porque le encantaba el chocolate de agua que hacía la señora Paulina.
Todo lo que tuviera relación con la escuela era del agrado de Sofía, incluyendo su amado uniforme: falda negra y blusa blanca con el logo de la escuela, zapatos negros y medias blancas; y, en el caso de Sofía, su tradicional lacito en la cabeza.
Capítulo IV: Agresión inesperada
Sofía continuaba avanzando feliz, influenciada por Isabel se fue convirtiendo en una niña que sentía que Dios era su aliado, que siempre la protegía y procuraba actuar bajo sus preceptos. Resaltaba por su inteligencia, por su espontaneidad, por su obediencia, por su responsabilidad y por las incontables ocasiones en las que había demostrado que era muy caritativa y amorosa. Adoraba a sus padres. Todas las veces que podía, se iba con su papá Felipe para apoyarlo en sus labores como jardinero y le encantaba acompañar a su mamá cuando esta visitaba los vecinos.
Una mañana, cuando Isabel cruzó a llevarle una lechita caliente a su vecina Verónica, la anciana que estuvo en cama por una fuerte gripe; Sofía, por primera vez se atrevió a desobedecer una orden suya. Ese día le había solicitado a Isabel que le permitiera acompañarla para así poder visitar a su amiguita de la casa del frente. Isabel se negó a llevarla explicándole que sólo saldría por unos breves minutos por lo que no valía la pena llevarla con ella. Sofía no quedó conforme con esa negativa y, aprovechando un descuido de su madre, la siguió con la firme intención de ir a saludar rapidito a su comadre Diana, así le llamaba a su amiguita porque se habían bautizado muñecas.
Tan pronto Sofía abrió la puertecita de tranca la llamó con alboroto:
– ¡Hola, comadre! – al mismo tiempo que corría para darle un rápido abrazo a Diana, quien ya venía a su encuentro. La perra de la casa de Diana, que hacía un buen tiempo había parido cuatro perritos, corrió hacia ella y la atacó, asumiéndola como una intrusa que estaba agrediendo a su dueña. Sofía no pudo reaccionar a tiempo y cayó al suelo, mordida y adolorida, así como evidentemente espantada por los fuertes ladridos que emitía la perra y por los gritos de alarma que salían de la boca de Diana, quien le señalaba con rostro contraído por el espanto los otros cuatro perros que se aproximaban frenéticos hacia Sofía con la firme intención de también atacarla.
¡Cuidado, Sofía! – gritaba Diana histérica – cuando corrió a la casa voceando sin control – ¡Auxilio!, ¡papá, papá!, ¡corre!, ¡los perros atacan a mi comadre Sofía!
Como película de terror los cinco perros atacaron a Sofía mordiendo de forma rabiosa su cuerpo, al grado que le picharon una vena de la pierna derecha. Gracias a Dios Manolo, el padre de Diana, estaba en ese momento en casa y pudo lograr ahuyentar a los perros de forma que soltaran la niña antes de que la afectaran más, pero ya el daño estaba hecho, la pierna de Sofía se desangraba y ésta había perdido el conocimiento como consecuencia de la escena de miedo y dolor que se vio obligada a enfrentar.
Cuando Isabel escuchó el escándalo y se percató de lo que estaba pasando, dijo pasmada – ¡Virgen Santísima! – dejando caer la leche que llevaba en sus manos corrió desesperada para socorrer a su pequeña, pero, como tuvo que bordear la alambrada que dividía los patios tardó más de lo que deseaba. Al llegar a su lado vio a su vecino Manolo luchando para retirar los enfurecidos perros de encima de la niña. Con las manos en la cabeza, totalmente impotente, esperó y tan pronto Manolo logró liberar a la niña, Isabel se abalanzó sobre su lastimada hija, la tomó en brazos y salió disparada para el recién instalado consultorio del Dr. Ciprián, repitiendo una y otra vez la misma plegaria, hasta que la depositó en la camilla:
“Señor, en ti confío”, “Señor, en ti confío”, “Señor, en ti confío”, “Señor…”
Ante tal situación, el Dr. actuó de inmediato y después de mucho batallar logró detener el sangrado de la pierna de Sofía y curó las mordidas que esta tenía en el brazo, en la espalda, en el muslo y en los hombros. Ordenó que fueran a avisar a Manolo que aislara los perros y los vigilara, por si mostraban síntomas de rabia, cosa que no fue necesaria, pues ya Manolo, aprovechando que era policía y tenía pistola, hizo uso de esta para eliminar los cinco perros, evidentemente fuera de sí, de sólo pensar que esa tragedia igual pudo haberle ocurrido a su hija.
Atendida la niña, Isabel pudo llevarla a la casa con la firme promesa de que la cuidaría, asumiendo la responsabilidad que esta decisión encerraba. Se comprometió en llevarla todos los días al consultorio del Dr. Ciprián para el seguimiento médico que este caso ameritaba y así lo cumplieron ella y Felipe durante los tres meses que se vio Sofía obligada a guardar reposo para lograr recuperarse, entre vacunas, pastillas y transfusiones.
Pasado este susto, por segunda vez Isabel y Sofía comprobaron que realmente estaban en las mejores manos, las de Dios, ya que finalizado ese tiempo Sofía pudo incorporarse a su vida con leves marcas que le recordaban que había vivido aquella pesadilla, aunque quedó evidentemente traumada, pues temblaba sin control ante la presencia cercana o lejana de un perro y ya no era inmune a sus ahora lastimosos ladridos.
Capítulo V: Asistente a fuerza
Sofía era muy querida en el vecindario y bastante seguidora de la iglesia, todo lo que tuviera que ver con ésta merecía su colaboración y respeto. Llevaba unos meses observando que cada mañana la señora Nana, la vecina de su casa, se marchaba a su trabajo y regresaba en la tardecita. Cuando Sofía preguntó a dónde iba se enteró de que esta tenía la gran responsabilidad de asistir a los sacerdotes en la Casa Curial. Entonces, Sofía comenzó a idear la estrategia de lograr que ella quisiera llevarla como asistente, puesto que la Casa Curial siempre le había intrigado a Sofía, quien quería entrar a curiosear y ver qué hacía la señora Nana allí.
Aquella mañana, como estaba libre de la escuela decidió averiguarlo. Le imploró a Nana que sacara el permiso con sus padres para que le permitieran llevarla a su trabajo como ayudante y logró ser nombrada para estos fines; por lo que, en las tardes, al regresar de la escuela, comenzó a moverse en un mundo de sacerdotes y monjas. Ahí se fue ganando el cariño de los dos sacerdotes que llegaron como párrocos de la iglesia de Montero en los últimos 8 años.
Ese ambiente le favorecía, ya que los sacerdotes la acogieron como una especie de hija, se preocupaban por los zapatos que usaba, por abastecerla de sus uniformes, la llevaron a un examen médico de la vista, cuando requirió lentes, los que Sofía se negó a usar, y la inscribieron en la escuela Nazaret por un período de tres años, a fin de que tuviera una formación integral, que abarcara no solo la parte religiosa, a través de las sistemáticas catequesis, sino también para que refinara sus modales con el curso de etiqueta y protocolo, para que aprendiera a administrar una casa, con el curso de costura, cocina y bordado, entre otras tantas cosas que hicieron poco a poco de Sofía una niña cada vez más preparada y desenvuelta.
Todas estas actividades las desarrollaba Sofía en la tanda en la que no estaba inscrita en la escuela. Ayudaba a su vecina Nana en las escasas tareas que le asignaba. De esta manera, poco a poco se fue haciendo cargo de buscar hielo en el colmado de la esquina, sacudir el polvo, barrer el patio y cuando ya era más grandecita, hasta le tocó planchar las sotanas del padre, llegando a quemar una que otra sin que por esto recibiera la más leve recriminación, pues en verdad la apreciaban y sabían que si algo no le salía bien, no era por descuido, sino porque quizás era más de lo que a su edad podía hacer.
Al caer la tarde Sofía regresaba a su casa acompañada por Nana, no sin antes pasar por la iglesia para rezar el rosario que lo hacían de forma puntual a las seis de la tarde.
Poco a poco Sofía se fue acostumbrando a esta rutina y según fue dominando sus quehaceres le fue sobrando tiempo que empleaba para jugar con sus vecinos contemporáneos, adolescentes que vivían cerca de la Casa Curial, los que se convirtieron en sus mejores amigos, pues con ellos jugaba un buen rato todas las tardes en los últimos años.
Se les oía reír sin control cuando se tiraban en patines por la pendiente que llevaba de la Casa Curial al parque, así como cuando montaban bicicleta, cuando se deslizaban en yagua o cuando inventaban lanzarse dentro de un barril vacío, dando vueltas sin control para ver cuál rodaba más y llegaba más lejos, seguros de que este en algún momento se detendría solo.
Una de esas tardes de entretenimiento uno de los muchachos llegó sin aliento llamando al padre Sixto, quien estaba tomando su acostumbrada siesta:
– !Padre, padre, venga, Sofía tuvo un accidente!
El pobre padre se espantó y salió disparado a ver lo que pasaba. Encontró a Sofía llorando desconsolada, con una fuerte herida debajo de la rodilla izquierda, moretones en su cara, rasguños en el brazo y la otra pierna muy magullada por las piedras, sangrando sin control. El padre Corrió a buscar su Jeep, la montó y la llevó al consultorio del Dr. Ciprián, quien tuvo que darle diez puntos y volver a recetarle absoluto reposo, diciéndole:
– Sofía, entiendo que es entretenido montar bicicleta, pero debes cuidarte, pudiste haberte roto un hueso o hacerte un daño permanente. Promete que serás en lo adelante prudente, tienes una edad muy corta y ya te estás convirtiendo en la protagonista de las emergencias en mi consultorio, eso no es bueno.
A raíz de aquel accidente el padre entendió que ya Sofía estaba creciendo y que tenerla bajo su responsabilidad era mucho compromiso. Al llevarla a casa decidió hablar con sus padres para explicarles que por su avanzada edad y por la edad en la que ya se encontraba Sofía, a inicios de la adolescencia, prefería que en lo adelante Sofía estuviera bajo la vigilancia directa de sus progenitores, aunque él continuaría viéndola todos los días en el rosario. Aseguró que seguiría siendo uno de sus tutores, porque así lo sentía y que Sofía siempre contaría con su apoyo en lo que le hiciera falta.
Isabel y Felipe estuvieron en total acuerdo con el sacerdote y desde aquella tarde Sofía no volvió como asistente a la casa Curial con su vecina Nana. Esto inicialmente le dolió, pero como la joven inteligente y creyente que ya era, lo entendió, lo aceptó y poco a poco se fue acostumbrando a estar de nuevo en casa por las tardes.
Capítulo VI: Una corona bien ganada
Aquel día Sofía estaba rebosante de alegría porque subía un nuevo escalón en su formación, era el cierre de su aprendizaje en la Escuela Nazaret, donde había crecido en todos los sentidos. Hacía apenas dos días que habían terminado las clases del curso de costura y bordado y se hicieron las exposiciones correspondientes, donde las señoritas aspirantes de graduación pudieron vender de forma exitosa todas las piezas que habían realizado para presentar ante la sociedad como evidencia de las habilidades adquiridas. Sofía estaba orgullosa de los gorros y bufandas que había tejido, de los mantelitos y paños que había bordado, los zapaticos que le hizo a su recién nacida hermanita y los forros de las mecedoras que se había esmerado en tejer para la sala de su casa. Las familias estaban muy conformes con las destrezas que veían que habían desarrollado sus hijas y sus creaciones eran enviadas a la capital para venta.
Como parte de las actividades programadas, las jovencitas debían vender en una kermes platillos de los que habían aprendido a preparar, demostrando que estaban aptas para cocinar y que todas habían aprendido a sazonar de forma exquisita. Además, tenían un reto que les había puesto la monjita Magdalena como cierre del curso, equivalente a un examen, pues aseguraba que en la cocina no solo había que tener buen sazón, sino también rapidez y control de lo que se hace, procurando siempre hacerlo bien a fin de garantizar un resultado de calidad, aunque se esté bajo presión.
Para esto había ideado que demostraran las destrezas adquiridas con la técnica que se les había enseñado para pelar plátanos de forma rápida, garantizando que estuvieran bien pelados, que la rapidez no las llevara a quitarles los pedazos, pero tampoco que se les dejara cáscara. Cada participante debía pelar 100 plátanos lo más rápido que pudiera, sin exceder quince minutos, y la que lo hiciera en el menor tiempo ganaría, coronándose como campeona del curso de cocina, que culminaba con esta actividad.
Sofía no sabía lo que le pasaba cuando la retaban, pero le salía un impulso que hasta a ella misma la sorprendía, logrando que en aquella competencia se manejara con una seguridad y uso veloz del cuchillo que despertaba admiración. Como era de esperarse, ante tal concentración y rapidez, además de corrección en el uso de la técnica, Sofía resultó ganadora en tan solo quince minutos, pues había llegado a la meta, pelando sus cien plátanos, sin otra contrincante que siquiera estuviera próxima a completar los 60 plátanos pelados.
Esto hizo que la coronaran como la campeona del curso de cocina y así quedó plasmado en la foto que tomaron como recuerdo de aquel memorable día en el que se veía a Sofía, feliz, subida en una silla como su trono, tras un montón de cáscaras de plátanos, una paila como corona y un cuchillo como cetro, al lado de la monja que la enseñó tanto y de todas las compañeras que, como ella, se habían beneficiado de todo cuanto aprendieron en aquellos tres significativos años en los que estuvieron matriculadas en la escuela Nazaret.
Aprovechando la altura que le daba la silla, Sofía pasó sus bellos ojos azules por cada rostro que le aplaudía y tropezó con la mirada aprobadora de su mentor, el Padre Sixto, quien la miraba con beneplácito y con una sonrisa de pura satisfacción en su ya arrugado rostro.
Al bajarse de la silla corrió hacia él y le agradeció con un fuerte abrazo todo el cariño que le había brindado y el apoyo constante en su educación. Así también lo hicieron Isabel y Felipe, quienes le expresaron al sacerdote:
– Padre Sixto, no tenemos con qué pagarle que haya alentado a Sofía para que hiciera todos estos cursos – expresó Isabel.
– Agradecemos infinitamente que nos la haya ayudado a guiar por el mejor camino todos estos años – dijo Felipe, evidentemente emocionado – Dios le recompense con salud su cariño para nuestra Sofía.
– Sí, padre, usted ha sido un ángel para mí, dijo Sofía, yo sé que ha de tener alas, pero que las esconde bajo esa ancha sotana.
Todos rieron felices ante tal ocurrencia y se marcharon a celebrar tras ella los logros que iba alcanzando, como producto de su entrega y deseo de superación. Los tres adultos que la seguían a la fiesta sabían que había mucha luz, fuerza y esperanza en aquella bella jovencita y que en Montero se habría en algún momento de contar con orgullo su historia.
Capítulo VII: Propuesta esperanzadora
Sofía había promovido a Primero de Bachillerato y esto representaba una ilusión, pero también un dolor de cabeza para los padres del pueblo de Montero con escasos recursos económicos, como era la situación de Isabel y Felipe, quienes llevaban muchas noches de desvelo dándole vueltas a aquel rompecabezas sin que se le hubiese ocurrido nada para lograr que su despierta Sofía continuara su formación académica.
Por esa razón estaba descartado que Sofía fuera a ser enviada a vivir a la ciudad de San Marcos, como hacían con sus hijos los padres más pudientes desde que iniciaban el bachillerato. Cerrada esta posibilidad aumentaba la preocupación de Felipe e Isabel, sacándole canas antes de tiempo por el estrés al que se estaban sometiendo, pues pronto había que tomar una decisión, ya que el inicio del año escolar se aproximaba.
El caso de Sofía mortificaba más a sus padres que el de sus otros hijos, porque en verdad Sofía había demostrado que tenía material para llegar lejos, quería prepararse y avanzar, lo que el limitado bolsillo de su familia no le podía garantizar. Sus otros hermanos llegaron hasta donde las circunstancias se lo permitieron sin mayores aspiraciones o exigencias, algunos porque decidieron entrar al mundo laboral a temprana edad, para ayudar en la casa; otros, porque se habían apresurado a formar familia y esto los obligaba a pensar en emplearse en lo que apareciera, dada la responsabilidad que ahora pesaba sobre sus hombros; y otros, porque eso de estudiar no se le daba bien, como seguía siendo el caso de Jana.
Llegado el momento Sofía comenzó a cursar el primero de bachillerato en formato libre, como los otros jóvenes del pueblo en sus mismas circunstancias, esto quería decir que era inscrita en este grado sin tener que asistir de forma regular a clases, puesto que cada estudiante inscrito tenía la responsabilidad de estudiar los contenidos desde su casa o procurar reunirse de forma voluntaria con los demás, para entender las materias más difíciles, como era el caso del Álgebra, a fin de estar listos cuando tuvieran que presentarse en la ciudad de San Marcos para que los sometieran a los exámenes de rigor que avalarían que estaban aptos para pasar de grado.
De esta forma Sofía completó el primer grado y ya estaba inscrita para cursar el segundo de bachillerato cuando iniciaran las clases, pero una tarde, que siempre estará entre los momentos más especiales de aquella familia, Sofía fue llamada por sus padres a la sala de la casona donde vivían, para presentarle al inspector González, quien la estaba esperando y le dijo, tan pronto la vio entrar:
– Encantado, Sofía, soy el Inspector González, estoy a cargo del Distrito Escolar de Montero y me han hablado muy bien de ti, por lo que he venido a hacerte una propuesta que espero que aceptes. Ya he tenido la oportunidad de presentársela primero a tus padres – expresó este de forma solemne.
– Encantada Sr. González, le escucho – tome asiento por favor – respondió Sofía con el acostumbrado respeto y educación que le caracterizaban.
– Por tu excelente desempeño escolar te hemos elegido para proponerte ser maestra en la escuela de la comunidad “El Rincón”. Sé que aún eres muy joven y que este lugar está bastante lejos de casa, por eso te pido a ti y a tus padres que lo piensen, pues es una oportunidad de trabajo digno en un pueblo como este, donde las posibilidades de empleos adecuados para alguien con tus características son muy escasas. Prometo que si aceptas, tan pronto haya una oportunidad de traslado a una comunidad más cercana le daré prioridad a tu caso.
Sofía le dio un abrazo a sus padres, con sus grades ojos azules llenos de ilusión, pues estaba más que emocionada de que estuvieran recibiendo la respuesta a sus plegarias y sin poner a esperar más al inspector, dijo con voz entrecortada:
– González, no sabe cuánto agradezco su oferta, mis padres y yo le estaremos eternamente agradecidos por esta oportunidad y prometo que no le defraudaré. No importa que la comunidad que me necesita esté retirada, yo sabré enfrentar este reto con lo que me traiga, si Dios ha permitido que usted venga hasta esta casa para ofrecerme este empleo, sabemos que es porque con esto nos dice que ese es el camino que me indica que siga y yo estoy dispuesta a iniciarlo cuanto antes.
Al siguiente lunes, muy temprano, Sofía iba de camino a la comunidad “El Rincón”, acompañada por su padre Felipe. Todavía no era tiempo de clases, pero se habían dispuesto ir a ver la zona y buscar una casa que pudiera acoger a Sofía durante la semana, en vista de que aquella comunidad en verdad hacía honor a su nombre y estaba bastante retirada, en el último rincón de un interminable y tupido pinar que ameritaba que se le tuvieran que hacer varios pases al caudaloso río Blanco, llamado así por la neblina que cubría todo su cauce en las mañanas, dando la errada impresión, cuando se miraba desde las montañas, de que era una carretera de leche caliente que emitía vapor, cuando en realidad, de cerca, su cristalina agua congelaba los huesos de hasta el más bravo que se atreviera a desafiar su anchura y profundidad y se aventurara a cruzarlo. Por lo que, para estos fines, algunas personas se dedicaban a cobrar por garantizar a los que necesitaran pasar que llegaran solamente mojados del otro lado, pero a salvo de ser arrastrados por su fuerte corriente.
Por fin llegaron a El Rincón y la verdad es que se preocuparon cuando después de pasarse parte de la mañana y mitad de la tarde visitando cada casa para presentar a Sofía como la maestra del lugar y solicitar que la hospedaran durante la semana, fueron recibiendo una negativa tras otra, ya que se había corrido la voz de que venía una maestra muy fina, que había sido criada por los padres y que como solo comía ancas de ranas enlatadas nadie se sentía en condiciones de asumir un compromiso de aquella magnitud.
De esto se enteraron Felipe y Sofía cuando llegaron a la última casa y la angustia se apoderó de los dos de forma evidente, lo que sensibilizó a la señora Dedé, que en ese momento tenían en frente, quien ante sus súplicas no encontraba cómo zafarse de aquel compromiso y decidió sincerarse, de forma que Felipe entendiera por qué nadie le colaboraba aceptando su hija como huésped, como solía hacerse con cualquier forastero por allá, por las montañas.
Ante tal error Felipe y Sofía se miraron y echaron a reír de forma contagiosa, liberando el estrés que habían acumulado aquel día y sacando a la señora Dedé del error que tenían aquellos cotilleos sin fundamento, sintiéndose nuevamente en paz cuando la oyeron decir:
– Si esto es así, entonces, Sofía, ya tienes casa, te ofrezco abrir un catre por las noches aquí en la sala y mi humilde ranchito será con mucho gusto tu nueva morada.
Así empezó la odisea de Sofía como maestra, muy lejos de casa, cuando ni siquiera cumplía sus diecisiete años.
Capítulo VIII: Primera escuela de “El Rincón”
Es contradictorio que te contraten como maestra de una comunidad donde no hay escuela, ni pizarra, ni pupitres, ni un camino que otro haya recorrido y que te indique por donde transitar. Aunque parezca un escenario irreal fue el que le esperó a Sofía al llegar a la lejana comunidad de “El Rincón”.
Después de mucho buscar y no encontrar un lugar apropiado para habilitar la escuela de aquel lugar, Sofía tuvo la alegría de que Joselo, quien con la amable señora Dedé la alojaba en su casa, le comunicara una noche en la que la veía a punto de rendirse, desesperada, que ya no siguiera buscando y que pensara en la posibilidad de condicionar como su escuela la rancheta techada que estaba en los confines del patio, donde se entraban sus animales para protegerse del candente sol y de la brava lluvia. Él se la prestaría por el tiempo que fuera necesario.
Esto llenó a Sofía de esperanzas. Al día siguiente se levantó tan pronto el gallo avisó la llegada del majestuoso sol, quien traía entre sus rayos la energía para enfrentar el día en que se daría inicio a una nueva época para aquella alejada población. Un día que sería recordado en la comunidad de “El Rincón” por mucho tiempo, porque le abriría a su gente un camino para iluminar la obscuridad de la ignorancia en la que habían estado sumergidos por incontables décadas. El día en que se dio el primer paso para hacer realidad un sueño anhelado por todos, la creación de su primera escuela, que, aunque no tuviera las condiciones para serlo, pues ni remotamente se parecía a una escuela tradicional, haría el mismo trabajo que la más equipada, el trabajo de enseñar con amor. De eso se encargaría Sofía.
Por eso, aquella mañana Sofía barrió con entusiasmo el lugar, animó a los padres que se acercaban curiosos para que cada quien pusiera su granito de arena a fin de ver materializar cuanto antes aquel sueño en común. Todos se contagiaron del entusiasmo de Sofía y, una semana después, ya se había dado inicio a la primera esperada clase de esta comunidad.
Aquella inolvidable mañana Sofía vio llegar cuarenta y cinco niños, cada uno llevaba, como había acordado con sus padres, dos tablitas: una para sentarse y otra para apoyar los papelitos recortados y cocidos por sus tutores que hacían las veces de sus cuadernos de apuntes. En un cartón grande, clavado a la pared, Sofía había improvisado el pizarrón y con una tiza escribía las primeras lecciones. Así, bajo estas carencias de materiales y espacio Sofía hizo de aquel lugar una escuelita funcional. Bajo aquel viejo techo, cobijado de cana, los 45 discípulos de Sofía fueron alfabetizados terminando su primer grado con una entrada triunfal al interesante mundo de las letras.
Para el segundo año escolar un amigo de la comunidad le prestó a Sofía, durante un tiempo, la casita que tenía preparada para casarse en lo que continuaba preparándose hasta que pudiera formar familia. Este espacio, ofrecido con toda la buena intención, fue aprovechado al máximo en el segundo año de escolaridad de los niños de “El Rincón”; pero, una mañana, sin nadie estarlo esperando, Sofía escuchó una voz somnolienta, que salía de la casita en la que enseñaba, avisándole a Sofía que se había casado la recién pasada noche y que ya no le era posible seguirle prestando aquel espacio.
Esto provocó que Sofía convocara repetidas reuniones motivando a la población de “El Rincón” a que unieran esfuerzos para levantar la primera escuela de la comunidad. Con el entusiasmo de todos y poniendo cada uno lo que podía: materiales, mano de obras, ideas, al inicio del tercer año los estudiantes de “El Rincón” fueron recibidos en una escuela nueva, equipada con pupitres, pizarra y una mesa para la maestra, mobiliario que Sofía había gestionado con el Distrito escolar y que fueron llevados en burros hasta aquel recóndito lugar, por la falta de camino para el tránsito vehicular.
Pasado este año escolar Sofía se despidió de aquella comunidad que siempre llevará en su corazón, porque fue la puerta de entrada a su largo camino por el magisterio. No faltaron las múltiples muestras de afecto y agradecimiento por parte de los pobladores de “El Rincón”, quienes sabían la valía de aquella mujer que hacía apenas tres años atrás había dado un giro tan esperanzador a sus hijos, llegando a un lugar sin escuela y sin futuro, y dejando sus retoños en su tercer año de formación y con todo el entusiasmo de querer seguirse formando, con sueños de ser los profesionales que impulsarían sus familias, su comunidad y su país a un futuro mucho más prometedor. Sofía se despidió con una franca sonrisa, totalmente complacida de lo logrado.
Capítulo IX: Salida de casa
Como siempre, el gallo la despertó aquella mañana recordándole que tenía compromiso. Un rayito de sol se filtraba por la rendija, calentando suavemente su piel. Sí, era hora, ya debía levantarse para marcharse a cumplir con el deber, como cada lunes en los últimos cuatro años. Se desperezó, se encomendó a Dios y dejó su cama que, aunque no era la más cómoda, deseaba haberla aprovechado unas cuantas horas más.
Se aproximaba el verano y aun así tenía que ser valiente para ir al exterior tan temprano y bañarse en el cuartucho hecho de sacos que habilitó su padre en un discreto rincón del patio, pues de por sí el clima en el pueblo era bastante fresco debido a que este se encontraba incrustado en las entrañas de la Cordillera Central, haciendo honor a su nombre, Montero, en los tiempos en que la gente tenía respeto por la naturaleza y los bosques eran bosques de verdad, haciendo una tupida pared donde se extendiera la vista.
Como de costumbre, su dulce madre había madrugado para tenerle listo el desayuno y la humilde alforja, de modo que cuando se marchara pudiera quedarse con la tranquilidad de saberla equipada para la semana, en la medida de sus posibilidades. Desayunó a prisa y ya su amado papá le tenía lista a “Flecha Veloz”, su compañera de viaje. Debía acelerar el paso o no llegaría a tiempo para unirse al grupo que seguramente ya la esperaba en la salida del pueblo.
Montó su yegua y esta sabía lo que debía hacer al menor roce de su dueña, soplando un tierno beso se despidió de la pareja que la veía con ojos rebosantes de amor, salió disparada en la yegua, mientras éstos, abrazados, suspiraron al verla perderse en la esquina.
-¿Llevará suficiente comida, Felipe? – preguntó Isabel, con la sospecha de que aunque le había entrado en el árgana todo lo comestible que amaneció en la casa, no era suficiente para abastecer más de una boca y tenía la seguridad de que su noble Sofía compartiría lo que llevaba, mientras hubiera, con la humilde familia que la acogía lejos de casa. No era para menos, en ese aspecto los había heredado, era más que sensible ante las necesidades ajenas.
– No te preocupes. Dios la proveerá, confía y verás – le dijo Felipe a Isabel, al pasar con afecto sus callosas manos por el angustiado rostro de su mujer.
En poco tiempo Sofía se reunió con sus amigos, compañeros de viaje, contrincantes y colegas. Todos estaban alineados, listos para la acostumbrada competencia. Sofía se apresuró a ocupar su lugar, cabeza con cabeza, atentos a la orden de salida y, tan pronto escuchó el silbato esperado, le dio el acostumbrado toque a Flecha veloz, se agarró bien de las riendas, cerró los ojos y dejó que su apreciada yegua hiciera lo suyo. Cabalgaba a toda velocidad, le encantaba sentir el frío en su piel, la libertad que le provocaba la corrida, la adrenalina que le inyectaba la competencia al escuchar galopes cercanos, y la incertidumbre de lo que resultaría esta vez. Su alegre risa daba luz a su bello rostro, parecía una amazona, con su tupida y lacia coleta al viento, sus discretos pantalones y su abrigo de cuello alto para proteger su garganta de la brisa mañanera.
Cuando Flecha Veloz comenzó a disminuir el paso Sofía abrió sus grandes y bellos ojos azules, rápidamente volteó a mirar y como siempre había llegado a la meta con suficiente delantera, lo que no dejó la menor duda de que era nuevamente la ganadora. Según iban llegando los demás, le hacían una reverencia, en total complicidad, entre estremecedoras carcajadas, como indicándole que ella seguía siendo la reina y que ellos le tenían respeto por sus habilidades de jinete, mismas que quedaban probadas cada semana.
Después de ese divertido trecho del camino, cuando alcanzaban la bifurcación en la carretera, cada uno apuraba su animal hacia la ruta que les llevaría a sus respectivas escuelitas, adentradas en la profundidad de la sierra. Sofía siempre era la última en ponerse en marcha, pues le encantaba despedirse con el mismo discurso:
Cuídense, y recuerden esperarme el viernes antes del cruce del río, si es que llegan primero, si no los veo ahí…
– No paso, lo saben – completaron todos – indicándole que estaban claros en su postura.
– Sabes que no somos capaces de dejarte – gritó Ada, agitando su mano.
– Yo no espero más de las seis – dijo Sergio – me urge volver a ver a mi amada Esmeralda.
– Estaré a tiempo – aseguró Sofía.
Y salió disparada, como de costumbre, hacia la comunidad de Palmera, donde la esperaban muchos niños ansiosos por aprender, quienes, al escuchar a lo lejos el galope, corrían al encuentro de su amada maestra. Así Sofía daba inicio a otra de sus semanas de mucho trabajo; pues, en esa escuela tenía la responsabilidad de dos tandas sumadas a los compromisos de la dirección.
Capítulo X: Cambiando paradigmas
Salió del agua y se apresuró a ir por su toalla para protegerse, pues aún no se acostumbraba a las indiscretas miradas, tanto de hombres como de mujeres, y al cuchicheo que de forma descarada iniciaban. Se dispuso a secarse, para marcharse cuanto antes, ya que no le gustaba ese ambiente a pesar de su indiscutible mejora. Echó una rápida mirada alrededor y sonrió, internamente felicitándose por los avances que había logrado. Aún recordaba el espanto que se había llevado hace apenas dos años, cuando visitó por primera vez este río con fines de asearse.
– ¡Santo Dios, qué es esto! – dijo bajito – tapando su rostro por pudor, ante la falta de pudor de todos cuanto la rodeaban.
Con las manos aún en su rostro separó los dedos para ver con discreción lo que acontecía. ¡No podía dar crédito a lo que veía!, no estaba soñando, ¡era real!, a tan solo unos 18 kilómetros de Montero desconocían el uso del traje de baño a plena mitad del siglo XX – ¿En dónde he caído? – pensó – evidentemente alarmada.
Ese día, su indumentaria también fue objeto de asombro. Aquel público la miraba como si se hubiese aparecido un bicho raro, de forma indiscreta fijaban sus ojos con interés y extrañeza, sin entender el atuendo que cubría el cuerpo de aquella jovencita. Llevaba puesto un traje de baño de una sola pieza, con una sobretala que simulaba un vestidito corto a fin de evitar que se delineara su figura. Todos estaban atónitos ante esa linda mujer vestida para bañarse, mientras que, la recién llegada maestra estaba más que alarmada de la desnudez que ellos exhibían, sin la más remota conciencia del impacto que estaban causando en ella.
Ante aquel engorroso momento Sofía sacó su acostumbrada valentía y disimuló lo mejor que pudo lo incómoda que se sentía. Notó que hombres y mujeres se bañaban por separado. Las mujeres estaban en el charco destinado para ellas, más abajo, y arriba, en las elevadas peñas, asomaban los hombres, tal cual Dios los trajo al mundo, parados en las rocas al estilo Tarzán, obligando a que las mujeres tuvieran que ver toda su anatomía. Ellas debían bañarse en su lado, sin nada que las cubriera de aquellas miradas de lince que las taladraban con lascivia.
Sofía entró al agua e inmediatamente, con discreción, buscó un lugar que no estuviera tan expuesto para asearse, salió tan pronto pudo y se marchó, prometiéndose que haría cuanto estuviera en sus manos para civilizar un poco aquella gente – cuán faltos de información estaban – pensó con tristeza – suspirando de cansancio anticipado por el gran trabajo que sabía que le esperaba en aquella necesitada comunidad de Palmera.
Capítulo XI: Ilusionada
El viernes llegó rápido, así lo sintió cuando iba a toda velocidad para reunirse con sus amigos, segura de que ya la esperaban en el lugar acordado.
Esos días habían pasado con mucho ajetreo, se absorbió por completo en las tareas escolares de rigor y en las tardecitas continuó aprovechando la tradición del rezo del rosario, en las casas, para hacer acto de presencia y pedir un turno de quince minutos para compartir mensajes de concientización en base a la sagrada palabra, vinculándola con las necesidades ya detectadas. Así, poco a poco podría continuar transformando en los padres algunos hábitos que urgían ser cambiados, a la par que trabajaba con los hijos, desde la escuela, para que comenzaran a ver el mundo desde otra perspectiva.
Llegó cansada. Ese viernes lo volvió a ver. Como se estaba haciendo costumbre estaba sentado en los banquitos del patio, bajo la preciosa mata de trinitaria que era el orgullo de su padre. Esta vez no estaba jugando dominó, como lo había encontrado las tres últimas semanas, sino conversando de forma amena con su hermana Leonor y su esposo Carlos. Sofía aprovechó el hecho de que no habían notado su presencia para estudiar cada detalle de aquel apuesto visitante que la intrigaba. Sus visitas estaban siendo cada vez más frecuentes en el último mes y acababa de descubrir que le gustaba. Aunque le daba vergüenza admitirlo se estaba acostumbrando a verlo en su casa y con una sonrisa de ensueño, cerró sus preciosos ojos y dejó volar su imaginación, pensando en lo lindo que sería que Raúl estuviera siempre por ahí por ella, para verla y…
Sofía salió bruscamente de sus pensamientos cuando Flecha Veloz relinchó y la empujó, acordándole que había llegado y quería comida y agua. Al relincho de la yegua todos voltearon a ver, y no tuvo más que acercarse a saludar. Se disculpó porque debía retirarse a poner su amada compañera en condiciones de descansar y él se ofreció a ayudarle. Oferta que ella con gusto aceptó. Esa decisión propició un acercamiento que luego llevó a un trato más cercano, que quisieron mantener en secreto, pues todavía Sofía no quería que lo supieran, hasta no estar plenamente segura de lo que hacía y de que Raúl en verdad la quería. Lo pondría a prueba cuando pasaran las vacaciones y él tuviera que volver al internado por cuatro meses más, si a pesar de la distancia le demostraba que iba en serio, entonces, y solo entonces, lo comunicaría en su casa.
Raúl probó su interés, ya que a Sofía le llegaba una carta semanal que fue guardando tras el cuadro grande de la sala hasta que se decidiera a contarlo. Eso eran los planes de Sofía, aunque un domingo tuvo que aceptar lo que cantaban a coro sus hermanos menores cuando un día movieron el cuadro de la sala para limpiar y ¡pum!, cayeron todas las cartas, evidencia palpable de que había un romance bien desarrollado que ya no se podía ocultar. Así, poco a poco, Raúl y Sofía fueron pisando firme en los terrenos del amor, por cuatro largos años, hasta que la fortaleza de su unión estaba más que probada y a final de la década de los 50 comenzaron a planear caminar juntos hacia el altar y formar familia.
Capítulo XII: En los tiempos de un tirano
Ser empleada pública en tiempos de una tiranía tenía sus complicaciones y exigencias. Sofía no había escapado a ellas. Aún recordaba el día en que siendo todavía una niña conoció al temido tirano, en el momento en el que él llegó sin previo aviso a los terrenos de la casa grande en la que su papá Felipe era jardinero. Como Sofía estaba tan tierna, con aproximadamente siete años, se impresionó sobremanera cuando vio llegar todos los carros y motores que le acompañaban, hombres de temer que se hacían llamar su escolta y que el pueblo conocía como calié. Tan pronto escuchó decir a su padre que había llegado el presidente, ella, obedeciendo su instinto corrió a esconderse debajo del piso de madera, para evitar que aquel abusador, llamado en susurros dictador, notara su presencia.
Cuando su padre lo recibió y lo acompañó a dar una vuelta por el lugar para que pudiera ver la propiedad que cuidaba, que ya estaba en la mira del aquel que todo lo quería bajo su dominio, y que esta vez inspeccionaba con posibilidad de compra, él descubrió a Sofía, cuando esta hizo un ruido involuntario tratando de no ser notada. Como era tan pequeña, al reparar en su presencia tomó el hecho de que tratara de ocultarse como un juego, la sacó de aquel lugar y la cargó diciendo:
– Mira la muñequita que he encontrado por aquí. ¿Por qué te escondes?
– Estábamos jugando a las escondidas, mi señor – se apresuró a contestar Felipe – sacando de apuros a su pequeña, que miraba con asombro aquel hombre del que había escuchado decir tantas cosas malvadas. Que era realmente de temer, pero viéndolo bien, Sofía no alcanzaba a verle los cuernos de demonio que se imaginaba que tenía. Lo estudiaba con cautela, pero lo veía como un ser normal, no el monstruo que su pequeña cabecita había imaginado.
Con el tiempo Sofía fue comprendiendo que ese dictador que un día vio y creyó que no era tan malvado, sí era de temer. Su hermano Alfonso había tenido que huir por su vida en incontables ocasiones, sólo por no estar de acuerdo con su mal llamada democracia. El hijo de su vecina Paula había sido capturado por las mismas razones, y Sofía fue testigo de la desesperanza de aquella madre que tuvo que vender hasta su última gallina para poder costear lo que se requería pagar para seguir cualquier pista que le diera una luz sobre el paradero de su hijo, anduvo sin descanso cárcel, por cárcel y nunca pudo encontrar rastros suyos. Las jóvenes del pueblo se cuidaban de no exponerse mucho cuando andaba por ahí aquel señor o sus verdugos, quienes tan pronto identificaban una muchacha de buen ver la llevaban a la fuerza a merced de aquel tirano.
Sofía había sufrido situaciones de dolor producto de aquel caudillo. En las fechas patrias la obligaban a participar en los inmensos desfiles que se organizaban. En una ocasión en la que Sofía había llegado con sus pies pelados y sangrando de uno de aquellos largos desfiles, celebrado en la capital, le comunicaron en su casa que debía presentarse esa misma noche frente al alcalde para buscar el atuendo que luciría en el desfile del siguiente día, en la ciudad de San Diego.
Sofía, adolorida, por temor se presentó frente al alcalde del pueblo, implorándole:
– Perdone, pero no puedo desfilar mañana, acabo de llegar del desfile de la capital y mis pies sangran por las ampollas que me hicieron los zapatos que llevaba. Apenas puedo mantenerme en pie. Se lo suplico, libéreme de este compromiso.
– Jovencita, eso no está en discusión, usted debe presentarse mañana, tenga o no tenga los pies lastimados. Si usted valora su trabajo debe ir a desfilar y marchar con su mejor sonrisa, de lo contrario, su ausencia será considerada una afrenta a la voluntad de nuestro líder – expresó el alcalde sin apiadarse del dolor de Sofía.
Sofía, por temor a perder su trabajo, que era tan necesario para el sustento de los suyos, desfiló, aguantando como pudo el dolor que sentía con cada paso. Lamentando que su país estuviera dominado por un ser tan insensible y rezando cada vez que levantaba los pies, para que un día el pueblo se alzara contra aquella injusticia y brillara un mañana más esperanzador para su patria, el suelo que tanto amaba y en el que había tanta gente oprimida por aquel malvado.
Deseaba que la lucha que mantenía el movimiento al que pertenecía su hermano tuviera éxito. Soñaba que pudiera hablar son sus alumnos sobre lo que era democracia. Quería, un día poder ir a las urnas de manera libre y que todos pudieran elegir un presidente que les devolviera las esperanzas y que las votaciones no fueran una farsa, el circo en el que todos eran obligados a participar para seguir perpetuando que aquel indolente los siguiera abusando. Eso soñaba, eso esperaba ver un día hecho realidad.
Capítulo XIII: Encuentros cuatrimestrales
Cuando hay amor ni la distancia ni el tiempo son obstáculos lo suficientemente fuertes como para enfriar una relación. Esto lo pudieron comprobar Sofía y Raúl, pues, su noviazgo fue probado por estos dos termómetros, la distancia y el tiempo, pudiendo superar ambas pruebas como evidencia de que sus sentimientos eran fuertes y verdaderos.
Cada cuatro meses Raúl volvía a Montero y la chispa de la relación era removida encendiendo el fuego del amor que resurgía de las cenizas como un ave fénix. En los corazones de Sofía y Raúl florecía la pasión, se abrían las puertas de la felicidad, felicidad que se respiraba en el aire, que se reflejaba en sus sonrientes rostros, que se ataviaba en los bellos vestidos que Sofía lucía para Raúl y en la agradable colonia que Raúl usaba solo porque era del agrado de Sofía. Cada uno vivía por y para el otro.
Aprovechaban al máximo su tiempo juntos para conversar, para planificar su futuro, para tratar temas que eran de interés común, para compartir sus posturas sobre lecturas que habían realizado en sus días de separación y para estar tan unidos como la moral y las reglas lo permitían.
Cada vez se hacía más difícil recordar que habían hecho la promesa de que esperarían estar casados para tener intimidad. Eso debía repetírselo Sofía una y otra vez cada noche, cuando Raúl la despedía con besos ardientes que demandaban ir más allá y que ella detenía de forma siempre juiciosa y prudente, ganándole la batalla al amor que la empujaba a dejarse llevar, a abrazarse a él más fuerte y entregarse de manera desinhibida como le imploraba su cuerpo y que su mente, sin embargo, le frenaba de golpe, volviéndola de pronto al control de la situación y a empujar cariñosamente a Raúl con un débil: “vete ya”, que los ángeles velen tu sueño. Despedida que Raúl aceptaba con un suspiro y con la misma sonrisa ilusionada con la que acostumbraba atravesar la puertecita en la que solía dejar a Sofía sin aliento, noche por noche, cuando entre apretados abrazos le robaba uno que otro apasionado beso de despedida.
– Vendré mañana por ti para ir a misa y luego para que me veas jugar en el play – dijo Raúl a Sofía, con una mirada de emoción anticipada.
Sofía sopló un tierno beso, cerró la puertecita de madera y le dijo:
– Aquí estaré esperando por ti. No me hagas anhelar tu llegada, ven temprano.
Y así era. Al día siguiente Raúl llegaba temprano y ya Sofía lo esperaba, juntos iban a misa y luego Sofía se convertía en la fans número uno del equipo de béisbol en el que Raúl era pitcher. Sus aplausos hacían que Raúl se sintiera digno de ella. Se sintiera que valía la pena apostar por la felicidad que le aportaba aquella bella mujer que desde la grada cantaba con amor su nombre bajo una melodía que sólo sus oídos podían escuchar, la melodía de la felicidad. Por ella estaba dispuesto a darlo todo, por ella estaba dispuesto a ser lo que ella quisiera que él fuera.
Sofía, desde la grada lo miraba rebosante de amor, dando gracias a Dios por ponerlo en su camino y completamente convencida de que habían nacido el uno para el otro, que su amor sería imperecedero. Así lo sentían, así lo vivían, así lo soñaban.
Capítulo XIV: Una promesa para siempre
Aquel domingo de 1959 Sofía abrió sus grandes ojos azules y vio todo radiante de luz. Así se sentía también por dentro, iluminada, rebosante de amor. Ese día lo había esperado por cuatro largos años, el día de su boda con Raúl, su luz, su ilusión, el dueño de su corazón y de su futuro.
Recordó aquella noche, cuando recién acostada pidió a la virgen María que le aclarara sus dudas, pues tenía dos apuestos jovencitos cortejándola y ella no quería equivocarse, su alborotado corazón se inclinaba por uno de ellos, pero realmente quería una confirmación divina de que iba a tomar la mejor decisión y así ocurrió, al cerrar sus tiernos ojos la vio, a la Madre de Jesús. Sí, aunque sea difícil de creer vio a quien ella consideraba que también era su Madre espiritual, su guía, a quien seguía con devoción desde niña. Tal como la imaginaba le sonreía, agarrando con suavidad sus manos y le decía: “Raúl es el elegido” – coincidiendo con lo que ya le había dicho su enamorado corazón.
Todavía sentía el contacto de su suave mano agarrando la suya cuando Sofía se incorporó agitada, mirando temblorosa a su alrededor sin encontrar la más mínima evidencia de lo que buscaba. Nunca podrá saber si lo que sintió fue real o producto de su imaginación, lo que sí estuvo claro era con quién debía contraer matrimonio, junto a quién estaba destinada a formar familia.
Se levantó sonriendo, anticipando sus días de felicidad en el que sería su nuevo hogar, junto a su esposo.
Llegado el momento, vestida de blanco subió al auto que la recogió para llevarla a la iglesia donde él la esperaba. Con absoluta convicción dijo “acepto”, plenamente segura de que a partir de ese momento estaría con él en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separara.
Su unión se celebró de forma discreta en la casa de sus suegros. Habían hecho un rico almuerzo para que ambas familias se juntaran a celebrar la unión de sus hijos y estrechar de esta forma los lazos que los acercaban. Al terminar la reunión, Sofía permaneció en aquella casa de madera que siempre recordaría, la que desde aquel día se convirtió en su nuevo hogar y cuyas paredes fueron testigos de su nueva vida de mujer casada, con las penas y glorias que esta palabra escondía en aquellos tiempos.
En aquel escenario se entregó por completo, en cuerpo y alma por la estabilidad y felicidad de su esposo y de sus inmediatos retoños, que fueron llegando sin demora. Aquellas paredes no solo fueron testigos de su experiencia de mujer amada, sino de sus sentimientos como madre, pues ahí recibió a su primogénito y conoció esa otra forma de amar que nadie que no haya tenido la oportunidad de experimentarlo en carne propia pueda jamás explicar.
Capítulo XV: Una plaga para temer
Ya para cuando Sofía estaba a la espera de su 2da hija, decidieron alquilar casa en el mismo pueblo de Montero, mudándose de forma independiente. Era la primera casa que habitaban solos, como familia. Ahí recibieron a su pequeña Iris y se mantuvieron hasta aproximadamente un año.
Ya con dos hijos a Sofía se le hacía muy duro salir de casa por toda una larga semana, por lo que Raúl y Sofía comenzaron a planear mudarse a la comunidad de Palmera para que pudieran permanecer más tiempo juntos, como familia, en vista de que Sofía trabajaba en ese lugar.
Antes de que la familia de Sofía llegara a Palmera con fines de residir ahí, tuvieron la suerte de encontrar en alquiler una modesta casita cuya ubicación era perfecta, quedaba cerca de la escuela, estaba en muy buenas condiciones, tenía mucho terreno a su alrededor y la alquilaban por un precio que Sofía y Raúl podían asumir. Hasta pudieron buscar ayuda contratando tres mujeres para que colaboraran con los deberes de la casa en vista de que Sofía, aunado a su papel de madre de dos pequeños, y ya en espera de su tercer hijo, debía salir a trabajar, por lo que necesitaba colaboración con la limpieza de la casa, el lavado y planchado de la ropa, los afanes de la cocina y el cuidado de los niños.
Sofía se había entusiasmado con aquella casa, lo que ayudó a que pudiera mantener su decisión de alquilarla más allá de la desagradable sorpresa que se llevó al ir a realizar la limpieza de rigor antes de que trasladaran sus pertenencias.
Aquel día había convocado varias mujeres del pueblo que le contrató Raúl para que estuvieran apoyándola cuando hicieran el minucioso trabajo de la primera limpieza. Varios hombres se encargaron de condicionar el patio y las mujeres se dispusieron a lavar con esmero cada rincón. Todos quedaron anonadados cuando descubrieron que aquella casita que se veía aparentemente tan bonita, apropiada y acogedora estaba más que poblada por una plaga a la que había que temer, estaba infestada de chinchas, peligrosos insectos que se habían apoderado de aquel lugar y salían por doquier. Sofía sintió que se erizaba cada vello de su cuerpo, no podía creer lo que veía. Al menor indicio de mojar aquellas lindas tablitas comenzaron a salir las chinchas de una forma alarmante, como preguntando amenazante: – ¿Qué hacen aquí?, ¿De verdad creen que van a quitarnos nuestro espacio?
Todos se movieron con rapidez, no había tiempo para perder. Sin estarlo esperando aquellas mujeres se tuvieron que convertir en el escuadrón de la muerte ante aquel ejército de animalitos que parecían querer defender el terreno que habían ganado a pulso, aparentemente por un tiempo bastante prolongado en el que habían estado por su cuenta, sin nadie que les hiciera frente y le pusiera punto final a su reinado. Siguiendo la sabiduría de la ayudante más anciana, que había vivido algo similar en la casa de su fallecida abuela, los hombres que se encargaban del patio buscaron piedras e improvisaron varios fogones, se buscaron latas de aceite de las que se solían usar en aquellos tiempo para hervir la ropa blanca en el río, cuando las mujeres iban a lavar, esta vez las usaron para hervir agua. Sin piedad y con absoluta determinación bañaron cada pared con aquella agua hirviendo y fueron viendo caer aquellas enemigas, hasta que se aseguraron que las habían eliminado por completo.
Fue ardua aquella guerra en un campo de batalla al que solo habían ido acompañadas de lienzos, escobas, detergente y agua. Exhaustas, usaron las aldabas para ir asegurando cada puerta y ventana al ver caer la noche, cansadas, muy cansadas de su odisea de ese día, pero con la tranquilidad de que aquella casa se había limpiado con el cuidado y esmero que merecía un espacio que fuera a ser habitado por su respetada maestra, como solían llamar a Sofía los pobladores de Palmera.
Esa noche, al acostarse en su cama con todo el cansancio del trabajo realizado, pero agradecida de haber podido resolver aquel inesperado enfrentamiento ante seres tan diminutos, pero a la vez peligrosos, Sofía dio gracias a Dios por haber encontrado una rápida salida de aquella emboscada y le pidió su protección para aquella casa, que así como la había dejado limpia de mugre y de insectos, también quedara limpia de problemas, en lo adelante, que fuera un refugio de paz, armonía y amor para ella y los suyos.
Capítulo XVI: Hogar, dulce hogar
Bien dicen que no es el lugar el que hace un hogar, sino las personas que lo habitan y la forma como éstas decidan vivir bajo un mismo techo. Sofía y Raúl ya habían habitado varias casas en sus años de matrimonio y aunque nunca tuvieron un techo propio hicieron de cada espacio que habitaron “su hogar”, lleno de vida, de niños, de sana convivencia en familia, en unión, en respeto y amor.
La promesa de Raúl a Sofía, de que quería tener una docena de hijos se iba haciendo realidad cada año, cada año y medio o cada dos años, cuando Sofía iba teniendo en brazos un nuevo retoño. Así fue acunando a José, a Iris, a Jesús, a Antonio, a Fátima y se encontraba en la dulce espera de Mónica, su hija número seis, cuando llegó Julián (que aunque no estuvo en su vientre lo aprendió a sentir como hijo propio), luego siguió recibiendo bendiciones, llegando también a darle la bienvenida a Federico, a Felipe, a María, a Esther y a Rosa.
Cada embarazo Sofía lo recibía como un regalo celestial y aunque no tenían un bolsillo holgado contaban con lo suficiente para vivir de manera modesta. Ambos eran creyentes en Dios y recibían cada día que les llegaba, y cada hijo que les nacía, con la misma fe en que Dios les iba a proveer el pan material y espiritual para alimentarlos, de eso no tuvieron nunca dudas.
A pesar de que Raúl era profesional, algo inusual para aquella época, no se llegó a desempeñar en el área de mecánica automotriz en la que estaba preparado, puesto que para poder ejercer debía residir en la ciudad de San Diego y esto implicaba pasar mucho tiempo lejos de su familia. Raúl priorizó la convivencia familiar ante el desarrollo profesional. Por esto, como Sofía debía permanecer lejos de la familia de lunes a viernes, siendo ya madre de sus dos primeros hijos: José e Iris, como ya es sabido, Raúl logró convencerla de que se mudaran a la comunidad de Palmera, buscando mantener la familia unida, en vista de que era Raúl quien ocupaba su puesto en sus reiterados períodos de licencia postparto. Planteado de este modo, aunque con ciertas reservas Sofía aceptó esta propuesta y pidió a Dios que fuera para bien.
Para ayudar a sostener la familia Raúl cultivaba en un conuco que tenía en una finca cercana a la casa en la que vivían. En esos viajes al conuco se topó varias veces con Mabel, la hija de la anciana Firuse, quien trabajaba en la taberna y era conocida en toda la comunidad de Palmera por su manera desinhibida de acercarse a hombres casados.
Sin darse cuenta de lo que pasaba, los encuentros casuales con Mabel, camino al conuco, o de regreso a casa, ya no eran tan casuales, pues Mabel comenzó de manera descarada a tomarle el tiempo en el que Raúl solía transitar aquellos caminos para forzar un encuentro entre ellos. Esto inicialmente no fue notado por Raúl, ya cuando vino a darse cuenta él estaba esperando que aquellos encuentros se dieran y sin saber cómo ya estaba envuelto en una relación ilícita y secreta con aquella mujer que había sido la causa de la destrucción, a priori, de muchos hogares.
Fue duro para Sofía enterarse de aquella traición y más cuando llegó a sus oídos en un momento tan inadecuado, acabando de salir de una larga y forzosa labor de parto de su sexta hija. Parto que requería de una cesárea y que había acercado a Sofía y su bebé a la muerte a falta del procedimiento que demandaba esta situación en un pueblo tan alejado de hospitales bien equipados. Débil, ante estos recientes traumas a los que había sido sometida para obligarla a parir una niña de casi diez libras, Sofía alcanzó a oir a la indiscreta enfermera cuando expresó:
– Pobrecita, casi muere dando a luz a una hija de ese indolente que ya tiene a otra embarazada.
Al escuchar aquello, el mundo de Sofía se rompió en mil pedazos. Ese mal intencionado comentario fue una daga que se le hundió en lo más profundo de su corazón y Sofía comenzó a sentir un frío que le helaba la sangre y poco a poco iba convirtiendo su cuerpo en una tumba de miedo y terror. Sofía sólo alcanzó a escuchar que gritaban su nombre y la zarandeaban antes de que se apagara todo a su alrededor y cayera en el abismo más obscuro y profundo que se puedan imaginar.
En aquella sala de parto se vivió un infierno, tanto la niña como Sofía estaban en peligro de muerte. El personal se movía con destreza y caras de preocupación accionando para salvar a ambas. Leonor, la hermana de Sofía, que hacía un buen tiempo se desempeñaba como enfermera de aquel hospital, se encontraba entre las personas que luchaban por traer de nuevo a Sofía a la vida, mientras otra enfermera sacudía la niña que había nacido morada debido a la falta de oxígeno que sufrió en un parto tan forzado y largo, producto de que el cordón umbilical la estaba estrangulando. Todos volvieron a respirar tranquilos cuando vieron a Sofía abrir sus somnolientos ojos y preguntar por su hija, en ese mismo momento se escuchó la niña gritar, como diciéndole a su madre: “aquí estoy” contra todo pronóstico de que no sobreviviría.
Al cabo de unos días ambas abandonaron aquel hospital que Sofía siempre recordará como el inicio de una tempestad que sacudió su relación con Raúl y que no sabía si iba a tener fuerzas para evitar que esos vientos lo arrancaran de raíz de su corazón y de su vida. Eso debía meditarlo, sólo el tiempo tendría esa respuesta, pues Sofía no se sentía capaz de tomar una postura definitiva en esos momentos tan sensibles para su vida y el futuro de sus seis hijos.
Capítulo XVII: Una enemiga a temer y saber enfrentar
Por la delicada situación en la que se vio envuelta Sofía, en todos los sentidos, cuando regresó a casa lo hizo acompañada no solo de su recién nacida hija Mónica, sino también de un sentimiento de vacío que no podía explicar. Además, la acompañaron su suegra y su pequeña cuñada, quienes habían ido con ella para darle apoyo físico y emocional, dadas las circunstancias.
El hogar que había construido con tanto amor e ilusión se le estaba cayendo encima. Sentía que las tablitas de su casa eran ya muy frágiles y que por cada rendija no solo se colaba el frío y el sol, sino también la malvada infidelidad y que se acostaba cada noche en medio de ella y Raúl, se sentaba en su mesa, estaba presente en cada rincón de su casa. Por esto, ya nada le sabía ni le parecía igual a Sofía, quien comenzó a perder el encanto y la seguridad que solo se sienten cuando una se sabe amada de forma incondicional.
Había llegado la hora de hacerle frente a aquella intrusa y arrancarle el antifaz que la ocultaba. Había llegado el momento de enfrentar sus miedos y declararle la guerra a la inmoralidad, bajo el escudo de una promesa que hizo hace ya varias décadas, aquel domingo de 1959, la promesa de que permanecería junto a Raúl en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separara.
Así, Sofía se convenció a sí misma de que debía considerar este amargo episodio de su vida como una enfermedad que había contagiado a Raúl, un fuerte virus al que se le debía aplicar el procedimiento apropiado. Tal cual un médico aplica antibióticos para atacar una infección, Sofía aplicó el reclamo, el enfrentamiento, la guerra, a veces a gritos, otras tantas de forma silenciosa, como combate ante lo que estaba haciendo tambalear su ya arraigada relación con Raúl.
Cuando Sofía enfrentó a Raúl vio en él un ser desconocido, un hombre indolente, como lo había llamado aquella enfermera, quien sin rastros de remordimiento por el sufrimiento que le causaba, aceptaba sin arrepentimiento alguno su traición, retándola a hacer algo en contra de la familia que habían formado, pues la sabía enamorada, la sabía segura e incapaz de actuar en contra del bienestar de sus seis hijos y para mantener ese bienestar sabía que lo necesitaba.
Se atrevía a enfrentarla con descaro, al grado que hasta usaba a su hijo José, quien ya tenía la edad de notar que algo no andaba bien entre sus padres y lo obligaba a llevarle provisiones a aquella mujer que se había atravesado medio a medio en la felicidad de su hogar. La daga que Raúl le había clavado por la espalda era removida y empujada más honda cada vez que veía la tristeza combinada con coraje en los ojos de su hijito José cuando partía a llevar mandaditos a Mabel sin poder decirle a su padre: “Vasta, para ya de hacernos daño”, “Si ya no nos quieres vete de casa” como se leía a leguas que gritaban sus apretados labios y su mirada desafiante, sin necesidad de pronunciar una sola palabra.
Estos episodios sembraron en Sofía la semilla de la amargura, que era mojada cada día con la frialdad con la que Raúl comenzó a tratarlos. Por eso, un día, cegada por el anhelo de que volvieran los días felices, Sofía esperó a Mabel debajo de una mata de mango por donde debía pasar. Sin pensar lo que hacía, sin reparar en su ya avanzado embarazo, descargó toda su rabia lanzándole con todas sus fuerzas los mangos a Mabel, como franca protesta por todo lo que ésta había destruido.
A medida que iba quedando vacía la canasta de mangos que Sofía había llenado con la firme intención de dañarla, se iba vaciando su coraje, iba dejando salir su dolor, iba regando con sus lágrimas el camino a su casa, temblando de arrepentimiento por haber sido capaz de albergar sentimientos tan bajos contra aquella mujer. Ese episodio siempre lo recordaría Sofía como el detonante que la movió a tomar la decisión que luego guió sus pasos.
A partir de ahí tomó otra postura en su relación con Raúl, ya no lo enfrentaría en acaloradas discusiones, ya no atacaría la mujer que había roto la confianza que tenía en su esposo; pues, entendió que no podía considerarla a ella como culpable, dado que aquella ilícita relación se dio y tuvo su fruto porque Raúl lo permitió, eso no podía negarse, eso debía entenderlo Sofía, en esta guerra no era solo Mabel su contrincante.
Sofía entró a su casa, se dio un baño y con él decidió lavar su enojo, sacar la sucia venganza de su corazón y luchar con otras armas para mantener su matrimonio.
Capítulo XVIII: Las mejores armas
Aquel día Sofía abrió la biblia buscando luz en las tinieblas de celos y angustia de las que quería sin lugar a dudas emerger. Sin dar crédito a sus ojos, encontró la respuesta que le imploró a Dios:
Proverbio 14:
“La mujer sabia edifica su casa, mas la necia con sus manos la derriba”
Cerró la biblia con suavidad, absorta en sus reflexiones, convencida de que debía cambiar sus tácticas para combatir el problema que la estaba consumiendo. Encomendó sus nuevos planes al Señor y le pidió que fuera él quien de forma sabia condujera sus pasos. Desde ese momento cesaron los enfrentamientos. Sofía volvió a dejar fluir la mujer dulce y comprensiva que siempre fue. De ella empezó a emanar la miel con la que solía atraer a todos revoloteando a su alrededor, como alegres mariposas en la presencia del mejor manjar. Esto no pasó desapercibido por Raúl, quien también volvió a acercarse, fascinado por su dulce néctar, el amor, y de nuevo estuvo buscando solo el cáliz de aquella flor.
Poco a poco el hogar de Sofía se volvió a fortalecer, se levantó imponente, resurgió de las cenizas en la que yacía agonizante y siguió floreciendo con cinco nuevos hijos, quedando en el pasado aquella prueba de fuego que Sofía supo superar como la mujer sabía que era y que siempre sería, edificando con astucia, fe y amor su hogar, su casa, la que ella estaba dispuesta a seguir compartiendo con Raúl y sus hijos por el resto de su vida.
Por eso, Sofía, quien alumbró once hijos en total, cuando llegó el momento supo también dar amor al hijo de Mabel y Raúl, supo entender que él era inocente y lo acogió bajo sus alas de ángel como uno más de sus retoños, siendo para él lo que entendió que él necesitaba: una madre amorosa y comprensiva. Lo dejó entrar en su corazón y él también reconoció en Sofía su trato sincero, contrario al rechazo que esperaba recibir. Sintió en los hijos de Sofía, sus hermanos de sangre, una aceptación real, un terreno fértil para cultivar con cercanía y unión el amor familiar, terreno que Sofía venía abonando con aceptación desde que le llegó la noticia de su nacimiento.
Con el tiempo, el pequeño Julián se comenzó a sentir parte de aquella gran familia; primero, como estudiante de la escuela en la que Sofía seguía enseñando, en la Comunidad de Palmera, después, como parte de la casa en la que Sofía vivía con su amada familia.
Cuando a Julián le llegó el tiempo de vivir con ella, al tener que ir a la escuela del pueblo de Montero, donde hacía unos años habían vuelto a vivir Sofía y Raúl para cuidar la casa de Leonor, la hermana de Sofía que se había ido a vivir al extranjero, Sofía supo ser una anfitriona de verdad, demostrando que recibiría a Julián con un trato de igual a igual entre sus hijos, así se lo prometió a sí misma y así lo cumplió. Julián fue integrado a la dinámica familiar cuando ya estuvieron completados todos los grados que podía cursar en la limitada comunidad de Palmera, donde solo podía hacer los primeros cinco años de la educación Primaria.
Aquel día en el que Julián llegó a su casa para vivir de forma definitiva con ella, Sofía entendió el refrán que tanto había escuchado decir a su madre: “El hombre propone y Dios dispone”, Sofía pudo ver la voluntad de Dios en aquello y supo obedecer con humildad lo que se había dispuesto para ella. Si así era que se debía cumplir la docena de hijos que Raúl y ella se habían prometido tener, ella lo aceptaba gustosa. Hace mucho tiempo ya había aceptado a Julián como un hijo concebido en otro vientre, porque si era hijo de Raúl y hermano de sus hijos, también sería hijo suyo.
Capítulo XIX: Deudas, un yugo asfixiante
En la misma medida en que fue creciendo la familia iba creciendo la alegría, el amor, pero sin lugar a dudas también iba creciendo la preocupación por un bolsillo cada más comprometido e incapaz de hacer frente a las necesidades. Además, se iba intensificando la dosis de autoridad de Raúl ante aquel batallón, como única forma de evitar que el control se le escapara de las manos, autoridad que era un poco menguada por la dulzura y comprensión de Sofía. Raúl representaba el guante de hierro en la crianza de los hijos y Sofía era el guante de seda que garantizaba el equilibrio para una sana convivencia familiar, en aras de defender la estabilidad emocional de sus pequeños ante las decisiones de Raúl, las que, desde la perspectiva de sus hijos se estaban recibiendo como algo más que arbitrarias.
Para palear la necesidad económica había llegado el momento postergado por tantos años por Raúl, volvió a priorizar la familia, pero esta vez la situación demandaba que debía irse a trabajar a la ciudad para contribuir con lo que se necesitaba en una casa tan poblada. Sus hijos no solo necesitaban alimento, medicina, sino que requerían vestirse, estudiar y Raúl no estaba dispuesto a sacrificar el suplir ninguna de estas necesidades en su familia. Mientras él y Sofía tuvieran fuerzas cumplirían con su deber como los padres de familia responsables que demostraron que eran.
La casa quedó al cuidado de los abuelos durante la semana y de los más grandes. Cada lunes Sofía y Raúl abandonaban su hogar para ir a trabajar, Raúl se iba a la ciudad de San Diego y Sofía se iba a la comunidad de Palmera. Los viernes eran esperados por todos, cayendo la tarde llegaba Raúl, a bordo de su motor y Sofía en uno de los carros públicos que transportaban desde Palmera a Montero. De este modo el fin de semana era el tiempo que pasaban realmente todos unidos y era aprovechado al máximo por todos. Sofía se hacía cargo de todo lo que implicaba su labor de madre, esposa y ama de casa y Raúl ajustaba una que otra cuenta sobre el comportamiento de sus hijos, de acuerdo a los acontecimientos de la semana.
De vez en cuando Raúl traía telas y él mismo confeccionaba en la máquina de coser de su madre: sábanas, cortinas y cubrecamas para agradar a Sofía. Además, se convertía, a demanda, en el dentista, en el doctor, en el masajista, en el psicólogo, en el guía espiritual, en el instructor de yoga y meditación, se desdoblaba por y para los suyos.
Mientras, Sofía se convertía en la confidente, en la consejera, en la cómplice, en el chef, en la multiplicadora de panes, en la intercesora, en la estilista, en la que afianzaba la autoestima de todos sus hijos, en el tanque de amor infinito de la familia. Con esta dinámica pasaron los años y fueron sacando a flote a todos, en la medida de lo posible, encaminándolos con firmeza y amor por el recto camino, llegando a ser reconocidos en el pueblo de Montero por la forma particular como se comportaban, pues en su accionar estaba el indiscutible sello del respeto y el correcto proceder que los hijos de Sofía y Raúl tenían.
No faltó la oportunidad en la que Sofía, a falta de dinero y de la presencia de Raúl tuviera que solicitar crédito ante algún comerciante que se atreviera a negarle suplir la necesidad de alimento que esta solicitaba, pero como ya es más que sabido por los creyentes, Dios aprieta, pero no ahorca, por eso siempre encontraron una puerta abierta que les dio la oportunidad de llevar alimento a la casa, para, como siempre, saldar la deuda de manera segura tan pronto las posibilidades se lo permitieran. Así fueron haciendo crédito en las tiendas, en la farmacia, en los almacenes, en los colmados y en la librería; compromisos que de manera puntual pagaban tan pronto estos cobraban su salario. Así mantuvieron a flote aquella familia, como capitanes capaces de navegar con absoluta valentía en las aguas más calmadas o en las más bravas y turbulentas.
Capítulo XX: Adiós salud
Los años, el estrés, un trabajo demandante y comandar una familia tan numerosa van cobrando su factura, precio que generalmente se paga con la salud. Tantos embarazos y veintisiete años trabajando arduo, lejos de casa, hicieron que Sofía se fuera lentamente deteriorando. A sus cuarenta y cinco años ya padecía de hipertensión arterial; además, fue diagnosticada con diabetes y comenzó a presentar un episodio menopáusico precoz que la puso en un estado delicado, pues también inició con sangrados que la fueron poco a poco consumiendo, al grado que tuvo que solicitar jubilación.
A inicios de la década de los 80 ya Sofía estaba retirada en casa, con su familia, pero con sus múltiples achaques y, como era de esperar, con una situación económica aún precaria. Aumentada por la situación de Raúl, quien había tenido que enfrentar otra forma cruel de terminar su trabajo como empleado público, pues un día, de buenas a primeras, como era usual en aquella época, por compromisos meramente políticos del partido en turno, Raúl fue notificado que terminaba su contrato sin otra explicación. No tuvo más que regresar a casa con las manos vacías, a raíz de esto comenzó a ejercer de forma privada su profesión de electricista. Agradeciendo a Dios que sus dos hijos mayores ya trabajaban y podían ayudarles un poco con los compromisos de la casa, compromisos que no se podían esquivar.
Siendo la salud de Sofía un frágil cristal, todos estaban más que preocupados porque este no llegara a romper, lo que hacía que todos la cuidaran en la medida que sus condiciones le permitían. En el caso de Raúl, se evidenciaba la preocupación que le provocaba la delicada situación de su esposa, por lo que no cesaba de buscarle alternativas de mejora, hacía todo cuanto podía, a nivel médico, por el camino de la ciencia, pero no se evidenciaba avance alguno que disminuyera un poco su preocupación.
Al ver que no presentaba mejoría, Raúl comenzó a pensar en otras posibilidades, por esto Sofía fue llevada en incontables ocasiones a diferentes curanderos, personas que llegaban a los oídos de Raúl que curaban como un Don divino y a los que recurrían con la esperanza de que encontrarían una forma de devolverle a Sofía la salud perdida. Pasaba el tiempo, sin que obtuvieran resultados por esa vía.
Sofía era la sufrida, la que se creía que no llegaría a la vejez, pues debía constantemente rebasar episodios de crisis de su hipertensión y, en muchas ocasiones, tuvo intervención quirúrgica, pero inexplicablemente salía airosa de esos caminos de angustia y dolor. Aunque no estaba del todo bien, tampoco se dejaba vencer por la enfermedad, seguía enfrentando su día a día con valentía y conformidad. Sin embargo, fue muy impactante para la familia ver que quien de pronto se enfermó fue Raúl, que siempre había sido un robusto roble, resistente a todas las tempestades, quien nunca se había quejado, ni siquiera de dolor de cabeza.
Una mañana, sin nadie estarlo esperando, Raúl dio indicio de que algo andaba mal y empezó para aquella familia un tiempo difícil, donde Raúl fue derribado por una enemiga silente, que estaba hacía un tiempo cobrando terreno en su hígado y sin nadie saberlo, sin nadie notarlo, había endurecido sus paredes, haciéndolo disfuncional. Después de las revisiones de lugar, Raúl fue diagnosticado con cirrosis hepática y cayó en un coma profundo, por aproximadamente un mes, que dejó a todos perplejos, incapaces de procesar tanta información en tan corto tiempo.
La familia se unió en oración, implorando al todopoderoso que les permitiera volverse a encontrar, que tuvieran la oportunidad de tener un final menos traumático, más procesado, no tan impactante. Bien dicen por ahí que la oración grupal tiene su fuerza, pues la familia de Raúl y Sofía pudo presenciar el testimonio de que Raúl fue devuelto del más allá, concediéndosele una nueva oportunidad, una extensión del plazo de su vida para que volviera a cerrar cuentas, a prepararse para el ineludible desenlace, la muerte, pero que esta vez había sido milagrosamente postergada.
Raúl volvió a disfrutar de su familia y de su vida por un período de cinco años más, tiempo que aprovechó para estrechar la brecha que se pudo haber abierto entre él y sus hijos, producto de la forma dura como se vio obligado a conducirlos, por el temor de que no pudiera mantenerlos controlados cuando todavía estaban bajo su absoluta responsabilidad. También, buscó hacerle saber a Sofía que estaba arrepentido de haber sido causa de episodios de tristeza en el pasado y se esforzó por ayudar al prójimo en la medida que sus posibilidades se lo permitían. Fue increíble, pero Raúl tuvo el privilegio de prepararse para su partida y su familia tuvo el privilegio de irse mentalmente acostumbrando a que esto iba a acontecer, aunque en la medida de lo posible trataban de evitarlo, sabían que no tenían más que agradecer por el tiempo extra que les fue dejado.
Por eso, cuando ocurrió lo que hacía cinco años ya se esperaba, se lloró su partida, se sufrió por su adiós, pero se entendió lo que las oraciones que Raúl acostumbraba a hacer cada día, las de su fe, siempre decían:
“Considerar que después de la muerte del cuerpo el espíritu perece es como imaginar que un pájaro en una jaula será destruido si la jaula se rompe, aunque el pájaro no tenga que temer con la destrucción de la jaula.
Nuestro cuerpo es como la jaula y el espíritu es como el pájaro. La muerte como nacimiento es una puerta abierta hacia una nueva vida”.
Todos entendieron, incluida Sofía, que Raúl había pasado a una mejor vida. Solo el tiempo fue menguando la profunda tristeza de su adiós. A pesar de saber que estaría en las mejores manos, cosa que cada miembro de su familia imploraba en sus oraciones.
Capítulo XXI: Llegada de la vejez
Cuarenta años de matrimonio llegaron a su final con la muerte de Raúl. Sofía quedó viuda a sus 63 años, sepultó a Raúl en una etapa en la que lo iba a echar de menos como nadie se lo pueda imaginar, pues ya su casa, que era siempre tan poblada, estaba quedando vacía. La mayoría de sus hijos habían formado familia y los que aún no se habían casado estaban inmersos en sus compromisos de trabajo y estudio y ella estaba ahí, acompañada de sus recuerdos, de su dolor, haciendo frente a su realidad, la soledad.
La pena y el deseo de tener a Raúl a su lado hicieron que la inconformidad fuera creciendo de manera desbordante dentro de ella, quien se atrevió a cuestionar a Dios al preguntar por qué le había tocado a ella ser quien lo despidiera cuando daba por sentado que sería al revés, por qué le había abandonado en ese dolor, en aquella indescriptible desesperanza. Pasada su catarsis, Sofía fue consciente de su osadía y bajo lágrimas pidió perdón por su falta de fe, por cuestionar la voluntad de Dios.
Cuando las aguas volvieron a su cauce y pudo volver a estar en control de sus pensamientos pidió perdón, comenzando a ver lo bueno dentro de lo malo, agradeciendo el hecho de que la hubiera mantenido todavía con los suyos, entendiendo que a falta de Raúl ella sería un significativo apoyo para su familia y para continuar encausándolos por el mejor camino hasta su último respiro.
Después de aquella crisis Sofía volvió a nacer en la fe y se prometió a sí misma que estaría bien por y para sus hijos y nietos. Se prometió que viviría con alegría por el tiempo que Dios dispusiera para ella. Le prometió a Raúl que lo tendría presente cada día de su vida, que iluminaría su camino con sus oraciones y que sería luz para cada uno de sus hijos, sería una llama encendida, con amor, con presencia, con cariño, con esperanza, hasta que Dios quisiera apagarla, pero que mientras esto ocurriera viviría feliz de poder seguir siendo útil con un abrazo, con un consejo, con una sonrisa, con una ayuda, con el medio que le fuera posible para decirle a los suyos que estaba viva, y feliz de seguir acompañándolos.
Así comenzó a pregonar que quería vivir hasta los ciento quince años y parece que se le va a conceder su deseo; pues, milagrosamente, a pesar de que sigue con múltiples dolencias está ahí, haciendo frente con la mejor actitud a su día a día y siendo la más mimada y querida por su vasta familia.
Por eso, cuando con los años llegó el momento esperado, aquel domingo 21 de agosto del verano del 2016, Sofía amaneció radiante, a la expectativa, preparándose gustosa para un memorable almuerzo en familia. Se estaba ataviando feliz con un traje rosa, pues habían acordado aprovechar aquel encuentro familiar especial para perpetuar su legado. Sofía, como la rosa más bella y fresca de aquel jardín posó junto a toda su familia en la foto que se tomó para inmortalizar el momento. Cada miembro de su familión, como le llamaba, la rodeaba, ella, en el centro, feliz, con sus 80 años de vida cumplidos en la recién pasada primavera, le sonreía a la cámara, conforme con la bendición que Dios le había dado de poder estar ahí y presenciar cómo se había ramificado el árbol que un día plantó en el terreno del amor junto a Raúl.
En aquella amplia y cómoda cabaña de su hija Fátima disfrutó de todos, de sus 12 hijos, de sus nueras y yernos, de sus 13 nietos, de sus 15 nietas, de sus 4 bisnietos y de su siempre presente hermana Leonor. Rodeada de amor, Sofía sintió cuánto la valoraban y ella, agradecida, aprovechó para entregarle a cada uno de sus hijos un invaluable presente que llevaba meses preparando, sus memorias. Antes de que los años le arrancaran sus recuerdos decidió escribir a cada uno de ellos, a cada miembro de su árbol de vida sus sentimientos, los recuerdos que atesoraba desde que fueron concebidos hasta ese momento. Así también lo hizo con todos, dedicando a cada quien una página, contando no solo lo que recordaba de cada uno, sino contándoles de primera mano su vida, su historia, para que quedara en sus manos cuando ella ya no estuviera presente.
Los demás recibieron como la joya más valiosa sus memorias y cada uno la tiene en su hogar, como el libro más preciado. En cambio, Sofía, todavía siete años después, abre el regalo que también recibió de sus hijos aquel domingo y se adentra en aquel libro de cartas que ellos también le entregaron ese día, donde cada uno le escribió sus sentimientos hacia ella, describiendo, desde lo más profundo de sus corazones, cómo los ha hecho sentir su amor incondicional en cada momento de sus vidas.
Muchas veces, Sofía, cuando siente que debe recargar sus energías, cuando está en un momento sola y quiere sentir la presencia de los suyos abre sus cartas y recarga su tanque de amor, sabiéndose amada, sabiéndose valorada y con ello tranquila por haber aprobado con la más alta calificación su prueba de fuego, la corona que tendría puesta hasta su último día, la de ser sencillamente la reina madre.
Capítulo XXII: Un presente para disfrutar
A sus ochenta y siete años, en pleno siglo XXI (año 2023), próximo a las 8:30 de cada mañana Sofía se levanta con la energía de una mujer de fe, agradece por seguir estando presente y se atavía con la mejor actitud que pueda tener a su edad. Se siente viva, deseosa de seguir luciendo bonita; por eso busca una ropa alegre y coqueta que la haga lucir por fuera el bienestar que la invade por dentro. Se ocupa de su apariencia física, pero también de su alma.
Dispone algunas horas del día para leer la biblia, para meditar en su palabra. Conversa por teléfono con sus hijos ausentes, quienes están siempre pendientes de saber cómo amaneció. Hace oraciones con ellos por conferencia, cuando no pueden estar juntos y hay una situación familiar que lo amerita. Disfruta de los alimentos que con tanto amor prepara su fiel asistente Cecilia, quien la ha estado cuidando en los últimos años.
Se ocupa en persona de su bello jardín, moja con cariño sus flores, ve en ellas a su familia y las cuida con el mejor esmero. Mira con interés las noticias y está al día con la farándula. Cuando siente que dispone de un tiempecito disfruta mirar los álbumes que su hija Iris ha procurado que la acompañen para mantener vivos los momentos felices que ha disfrutado, lee los libros que su hija María ha redactado sobre los suyos. Desde inicios del año 2000 vive en la ciudad de San Diego y cada fin de semana viaja con su hija María a visitar su ya anciana hermana Leonor. Mientras está con ella recibe las visitas de sus hijos y nietos.
Esto la llena de energía, le reboza su corazón de amor y la hace querer seguir estando en pie hasta sus ciento quince años. Está más madura por fuera, en los detalles que ella no puede evitar, pero no le falta el ánimo para ponerse cremas, darse tintes y secarse su aún copioso pelo. Sofía es una mujer sencillamente agradecida, viva y feliz.
Se le ve una sonrisa en la cara al entrar al auto que la llevará donde la esperan aproximadamente 50 miembros de su familia para celebrar sus 87 años. Eso le hace ilusión, le da la energía para programar el próximo cumpleaños, sabe que le queda vida por montón y que estará rodeada de afecto; pues, ella supo sembrar amor y ahora disfruta de lo cosechado. Por eso, en silencio, mientras el auto avanza hacia las montañas, su tierra natal, susurra un sincero “Gracias” a Papá Dios por su vida, por todas sus experiencias y por lo más preciado, su familia…
Fin
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