Desde hace muuuchos años, en una pequeña isla del Caribe, llamada Santo Domingo, existe un atractivo país conocido como República Dominicana. Tiene lindas playas, llenas de sol y arena dorada que, desde sus inicios, han invitado a todos los que por allí pasan, a darse un baño reparador, por demás, encantador. Santa Claus iba en su trineo, al descubrir aquel lugar, no pudo resistir el deseo de quitarse aquel frío que traía, desde el Polo Norte, en sus viejitos huesos.
Fue bastante complicado, pero al cabo de un buen rato, sus hábiles renos consiguieron aterrizar el peculiar carruaje, detrás de varias palmeras. Estas no lograban disimular la novedad, porque sus delgados troncos no lo podían del todo ocultar.
Tomando en cuenta la atención que aquello podía generar, Santa sacó de sus bolsillos un poquito del polvo invisible, el que acostumbraba usar para pasar imperceptible, y lo sopló en dirección de su carruaje. Hecho esto, se quitó su traje de invierno para lucir los cortos pantalones rojos que combinarían a la perfección con su tradicional gorro. Así, estaría en sintonía con aquel espectacular lugar, el mismo que había logrado su corazón conquistar, haciendo que de sus deberes, por primera vez, se pudiera olvidar.
¡Tremendo problema se acababa de armar! Santa estaba de vacaciones, justo en el momento en que lo esperaban en las humildes casas y las grandes mansiones.
Sus nueve renos, alarmados, no dejaban de mirar el espectáculo que Santa estaba iniciando. Se subió en una tabla para Surf y, cual un jovencito muy diestro, se montaba en cada ola, manteniendo el equilibrio, al aprovecharlas todas.
Como Santa tenía sus añitos, este novedoso ejercicio lo dejó exhausto y no tardó en quedarse totalmente dormido. Roncaba y roncaba de modo estremecedor – ¡JJRRRRR…! ¡JJRRRRR…! – porque hacía muuuchos años que no dormía, preparando los regalos que en cada Navidad obsequiaría.
Los renos querían también un chapuzón, pero no podían dejar solo el trineo y los regalos, ni distraerse con la primera tentación. Solo veían y veían, esperanzados en que un día, no muy lejano, pudieran también entrar en aquel brillante y mágico mar, con un azul turquesa tan llamativo, que los hacía casi tambalear, en el firme propósito de aquellos regalos cuidar.
Después de un sueño bastante reparador vieron al viejo Santa desperezarse bajo los ardientes rayos del sol. Ya su piel no parecía un blanco papel, se había bronceado muy bonito. Ahora estaba un Santa Claus totalmente distinto, bastante morenito.
Santa se llevó tremendo susto porque, al despertar, muy cerca de su cara encontró un par de ojitos intrusos. Le peinaba con sus deditos su blanca barba que, en su nueva piel tostada, resaltaba como brillante escarcha.
Santa, despacito se sentó y dedicó una dulce y amigable sonrisa a quien, con tanta ternura, había puesto fin a su loca aventura. Al ver el rostro del niño que lo despertó, de inmediato recordó que muchos niños como él, cargados de ilusión, esperaban que diera cumplimiento a aquella legendaria tradición y sus regalos estuvieran en sus pinos, cuando la manta de aquella noche los protegiera del frío.
Los renos respiraron aliviados al ver que Santa había su cordura recuperado. Salieron más que volando, para que pudiera completar las entregas de aquellos regalos, a los simpáticos niños dominicanos y a todos los niños haitianos.
Santa, notando el anhelo en las caritas de sus renos, quienes, mientras se alejaban, miraban hipnotizados la llamativa agua azul turquesa que ellos todavía no habían probado, les hizo una promesa que muy pronto cumpliría: cuando terminaran de repartir los obsequios de esa Navidad, volverían a aquella encantadora isla a visitar, y pasarían unas vacaciones que no podrían jamás olvidar. Si alguien se lo merecía, eran sus amados renos, por haber sido una fiel compañía en toda su larga vida.
Al oir esto, los renos aceleraron y, Santa, pronto pudo terminar de entregar todos sus encargos. Por eso, al salir el sol, ese inolvidable día de Navidad, ya aquella playa era anfitriona de unos visitantes dispuestos a disfrutar: un Santa Surfiador, un reno buceador, y otros ocho renos muy nadadores, constructores de castillos de arena de los mejores.
Peeeero, muy lejos de aquella brillante agua, arena y sol, la Sra. Claus estaba sintiendo un estrés mortificador. Se asomaba cada dos minutos a la ventana, porque el día de Navidad era casi historia pasada, y aun Santa y sus renos a su casa no retornaban. Era la primera vez que aquello pasaba, por eso la señora Claus estaba realmente desesperada.
Después de tanta angustia y estrés se enteró que en una pequeña isla caribeña, Santa y sus renos estaban siendo una noticia muy seria, por haber decidido pasarse ahí unos días, para disfrutar de las maravillas de aquel espectacular lugar, verdaderamente sensacional. Por eso, Santa salió en la televisión. Se veía rodeado de mucha gente, invitando a la Sra. Claus, y a todos los televidentes, a que se les unieran a disfrutar de aquel sol tan ardiente.
La Sra. Claus no podía ni creer que a Santa, su Santa, se le hubiese tostado tanto, tanto, su tez. Se sintió motivada a arreglar sus maletas, para también saborear ese radiante sol y mar azul turquesa. No tardó en llegar a aquel paradisíaco lugar, ni olvidó su traje de baño y sombrero llevar.
Y, colorín, colorado, desde ese momento en adelante, en la familia Claus no solo hay una tradición Navideña emocionante. Han agregado a la repartición de regalos, un tiempo reparador, en aquellas playas dominicanas, exquisitas por su gente, su belleza, su arena y su sol.
Fin
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