Hace muchos años, en una casona de madera ubicada en lo alto de una montaña vivía una niña muy dulce a la que su madre llamó Topacio, inspirada en el bello color azul de sus grandes ojos. Cuando tuvo edad de ir a la escuela, sus padres le compraron un pequeño y encantador burrito, con carita amistosa y grandes orejas, quien se había quedado chiquito y por recomendación del veterinario nunca había podido ser usado para el trabajo duro, evitándole las cargas pesadas, lo que lo había hecho sentirse inútil. Topacio recibió con ilusión su compañero de viaje y lo bautizó diciéndole:
– Te nombro Chiquilín y, desde ahora, seremos los mejores amigos – declarando esto se empinó y lo rodeó con sus pequeños brazos para colocarle en su cuello un collar rojo que tenía una medalla con su recién estrenado nombre.
Chiquilín se sintió bienvenido y querido. Con mucha facilidad entre ellos comenzó a crecer el cariño. El amor de Chiquilín por Topacio llegó a ser tan grande que, cada mañana, la abrazaba tiernamente con sus orejas y se sentía en verdad feliz al ser montado por ella. A Topacio la llenaba de felicidad su emotivo abrazo mañanero.
En el bosque, era normal escuchar las carcajadas de Topacio – Ja, ja, ja, ja – seguidas de los rebuznos de Chiquilín – ji-jua, ji-jua, ji-jua – como evidencia de lo bien que entre ellos la pasaban y la forma tan sorprendente en la que se entendían.
Chiquilín no se quería separar de Topacio cuando llegaban a la escuela. En varias ocasiones, aprovechándose de su peculiar tamaño, intentó entrar al aula sin hacerse notar, solo para estar cerca de su amada dueña. Sus orejas lo delataban, pues las tenía muy paraditas, dispuestas a atender y así aprender. Sin embargo, cada vez que lo hacía era devuelto al patio por la maestra, quien amorosa le decía que no podía permitirle entrar. Por esto, Chiquilín no tuvo otra opción que sacarle provecho a sus grandes orejas y conformarse con escuchar desde lejos, y así estar enterado de todo lo que Topacio y sus compañeros de clase iban aprendiendo.
Muy a menudo se le oía rebuznar – ¡ji-jua!, ¡ji-jua! – cuando la profe preguntaba algo, como queriendo avisar que él también podía contestar. Entonces, los niños solicitaban a coro: – “Deje que Chiquilín conteste, querida maestra, él sabe la respuesta” – esto provocaba la risa de todos.
El tiempo fue pasando rapidísimo y Topacio era una aprendiz veloz. Sin darse cuenta, ya la niña sabía leer y había finalizado su primer año de escuela, acompañada de cerca por su mejor amigo, el más amado de todos los niños, su adorable burrrito.
Como es natural, el cuerpo de Topacio se fue haciendo más grande y pesado, lo que representó un serio problema para su fiel compañero, quien debía seguir transportándola.
– “Arre, Chiquilín, arre” – le dijo Topacio entre risas, al regresar de la escuela, retando a su amado burrito para que corriera más rápido, sin percatarse del esfuerzo que estaba haciendo su amigo para complacerla, pues solo Topacio había crecido en ese año. Chiquilín permanecía igual y nadie sabía la razón por la que no podía crecer. Ese día, de tanto aguantar el peso de Topacio en su afanado trote, Chiquilín no pudo más, sin poder evitarlo, se le abrieron sus patas y – ¡pum! – se desmayó, tirando a Topacio al suelo.
La niña se levantó confusa. Al ver a Chiquilín inerte corrió a socorrerlo, llorando desesperada porque pasaba el tiempo y su adorado burrito no reaccionaba.
De esta manera Chiquilín se quedó dormido y no volvió a despertar, porque había excedido sus fuerzas y su corazón había dejado de funcionar.
Topacio corrió a toda velocidad a la casa del veterinario y cuando este llegó al lado del pequeño burrito, le dijo, después de examinarlo:
– Lo hemos perdido, Topacio. Lo siento mucho. Ya Chiquilín no te podrá seguir acompañando. Estaba enfermo, por eso no crecía, y si no te hubiera conocido a ti, esto le hubiera ocurrido mucho antes. Tu amor y tu amistad le dieron ganas de vivir y así pudo prolongar más sus días. Él solo era pequeño, pero ya estaba viejito y cansado. Tenía muchos años y contigo se volvió a sentir niño. En el tiempo que compartieron se sintió útil y feliz. Tú y tus amigos de la escuela le dieron el valor y el cariño que no le habían dado jamás.
La niña, temblorosa, escuchaba al veterinario, pero se negaba a aceptar lo que este le decía. Con un nudo en la garganta Topacio abrazó a su dormido burrito y lloró con tristeza su pérdida. Sin saber qué sería de ella en lo adelante, sola, sin su agradable compañía. Estaba de duelo, pero más allá de su dolor, debía sobreponerse y darle sepultura a su Chiquilín, de una manera especial, la que él, sin lugar a dudas se merecía.
Como ya Topacio estaba alfabetizada decidió escribir y leer la despedida de Chiquilín y, con emoción expresó, ante todos aquellos que le acompañaron en el sepelio:
“Chiquilín, te quiero. Nunca te olvidaré. Sé que me seguirás acompañando, aunque ya no te pueda ver. Sentiré tus orejas abrazarme cada mañana. Sentiré tu rebuzno avisándome que me escuchas o que me llamas. Te sentiré trotar junto a mí cuando corra hacia la escuela y, te prometo, que en mi corazón vivirás hasta que el mío deje también de latir. Amigo, me cuidaré y creceré en tamaño y sabiduría por ti”.
Al terminar sus emotivas palabras, cada niño siguió a Topacio para arrojar sobre Chiquilín una letra del abecedario, porque aunque en la escuela se mantuvo en el patio, todos lo consideraban un estudiante de los graduados de primer año, de los que se enorgullecen de saber leer. Estaban seguros de eso, de que si Chiquilín hubiese podido hablar, más allá de su adorable rebuzno, se escucharía a un hábil lector, que devoraría muuuuchos libros.
Tras una cortina de lágrimas, el cuerpo de Chiquilín fue cubierto de tierra. Sobre su tumba Topacio y sus compañeros clavaron una cruz con su nombre y un letrero que decía:
Aquí descansa un burrito chiquito de tamaño,
pero gigante de amor y sabiduría.
Chiquilín
(Mayo 1980 – febrero 1991)
Encogida de dolor, por dejar atrás a Chiquilín, Topacio se prometió a sí misma ser fuerte. De ese momento en adelante pensará que su amigo siempre con ella estará. La niña sabe que ya no volverá a montar a su amado Chiquilín, pero está segura que ahora será ella quien lo cargará a él, en lo más profundo de su corazón.
Y, colorín, colorado, Topacio y Chiquilín, así juntos siempre estarán, unidos por una sólida amistad, pero ahora, en un mundo espiritual.
Fin
Nota: Este cuento está relacionado con la poesía:«Buen trato«
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