Era un día gris, amaneció bastante nublado. A pesar de que la naturaleza indicaba con claridad que nos visitaría la lluvia, decidimos formar nuestra tradicional carabana. Cargaríamos comida pesada y llevaríamos con ánimo el trabajo de ese día, que consistía en transportar hasta nuestro almacen muchos granitos de arroz que había tirado una señora en su patio.
Yo estaba a cargo de esta misión y al formar mi batallón hice las siguientes orientaciones:
– ¡Compañeras!, sé que tenemos fama de ser rápidas y dispuestas, pero les pido, por favor, que esta vez redoblemos esfuerzo. Es mucho el trabajo y tenemos poco tiempo antes de que caiga la lluvia que nos amenaza.
– ¡Siempre listas!- gritaron todas – ¡A la carga!
– ¡Así hablan las hormigas de verdad!, que Dios nos ayude a cumplir con nuestro trabajo – dije – llena de ánimo y transmitiéndoles energía positiva a mis hermanas.
– !En marcha! –gritaron todas en señal de apoyo.
Con los granos de arroz en nuestras cabezas nos veíamos como un largo camino de soldaditos negros con gorro blanco. Yo me fui quedando atrás para agilizar la operación.
Tratamos de ser rápidas, pero el último tramo de la carabana todavía no había penetrado el orificio de entrada a nuestro territorio cuando comenzaron a caer los goterones que parecían balas que disparaban a un blanco específico, nosotras. La mercancía que tanto esfuerzo nos costó trasladar caía lejos cuando éramos golpeadas por aquellas gotas gigantescas y por los granizos que ametrallaban sin misericordia. Muchas de mis hermanas quedaron sepultadas debajo de aquellas tumbas blancas y heladas.
Las pocas que pudimos sobrevivir a aquel ataque de la naturaleza fuimos arrastradas por la corriente de agua que formaba aquella brava lluvia. Yo tuve la suerte de subirme a una ramita y sufría mientras veía a mis compañeras gritar, desesperadas, al tratar de aferrarse a algo que pudiera salvar sus vidas.
Elevé una oración a Dios y a través de la cortina de mis lágrimas pude ver la respuesta a mis plegarias: aparecía de dos brincos mi amiga, la rana Cheila, quien subió a su lomo a todos los que sobrevivimos a aquel fatídico diluvio y nos condujo de tres zancadas a un lugar techado de la casa hasta esperar que la lluvia cesara.
Luego, nos transportó hasta nuestro hogar, el hormiguero, donde fuimos recibidas con el calor y la dicha que proporciona el creer que se pierde un ser querido y gracias a Dios ha sido recuperado.
Hoy, todos le agradecemos a Cheila, y le hacemos honor como lo que es, nuestra héroe, acompañándola cada vez que podemos y haciéndola retorcerse de la risa – ¡croac!, ¡croac!, ¡croac! – cuando muchas de nosotras nos le subimos arriba y le hacemos deliberadamente cosquillas con nuestras patitas.
Ahora la despedimos y la vemos alejarse saltando con alegría después de compartir un rato. Nos ha dejado suspirando felices por la belleza de la amistad y por comprender, en carne propia, la grandeza de un buen amigo y la dicha de estar vivas.
Y, colorín, colorado, como afanadas hormigas seguiremos más alimentos para el invierno cargando. Con la ayuda de nuestra amiga Cheila seguiremos contando siempre que la estemos necesitando.
La imagen fue tomada de:Naturaleza Vectores por Vecteezy